ABC (1ª Edición)

Gonzalo Fernández de Córdoba, el mejor soldado, el Gran Capitán

Segundón de una familia noble, sus dotes militares demostrada­s en Granada le llevaron a conquistar Nápoles y ser nombrado virrey, antes de que Fernando el Católico le apartase con muestras de desconfian­za

- JOSÉ CALVO POYATO

Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien sus soldados aclamaron como Gran Capitán en el campo de batalla de Atella (1496), tras infligir una severa derrota a los franceses, nació en la localidad cordobesa de Montilla en 1453. El mismo año en que los otomanos se apoderaban de Constantin­opla. Era el segundo hijo de don Pedro Fernández de Aguilar y doña Elvira de Herrera y Enríquez. Por parte materna estaba emparentad­o con Fernando II de Aragón. Al no ser el primogénit­o su futuro era entrar al servicio de la Iglesia –su familia intentó que profesara como fraile jerónimo en el cenobio cordobés de Valparaíso– o ser un capitán de lanzas. Sin embargo, su excepciona­l talento militar, probada en la guerra de Granada, lo convirtier­on en un soldado destinado a mayores empresas de las que le correspond­ían por su condición de segundón.

Sus dotes de estratega no fueron su única virtud. Educado en los principios caballeres­cos de Diego de Valera, expuestos en su «Tratado de nobleza y fidalguía», sus actuacione­s revelan sus valores como caballero: lealtad, honor, respeto a la palabra dada… Ello hizo que Boabdil, el último sultán nazarí, exigiera que su primogénit­o, entregado como rehén durante la negociació­n de las capitulaci­ones de Granada, quedara bajo la custodia de Gonzalo quien por entonces era alcaide de Íllora.

Terminada aquella guerra, donde se había forjado un nombre, se le encomendab­a el mando de un ejército para defender Nápoles, donde reinaba una dinastía menor de la casa real de Aragón, que había sido atacado por Carlos VIII de Francia. Darle el mando de ese ejército –cerca de siete mil hombres entre infantes y jinetes–, levantó protestas en la corte por preferir los reyes a un segundón sobre la primera nobleza y los títulos más importante­s del reino.

Al inicio de esta campaña sufrirá en Seminara su única derrota, al no seguir Alfonso II, rey de Nápoles y jefe supremo del ejército, las recomendac­iones de Gonzalo quien, en una hábil maniobra, evitó un desastre mayor. Su victoria en Atella obligará a los franceses a abandonar la capital partenopea donde sus tropas entrarían triun-

falmente. La culminació­n de esta campaña tuvo como escenario la Roma de Alejandro VI, el papa Borja. Gonzalo, a quien ya se conocía como el Gran Capitán, liberó el puerto de Ostia y reabrió el comercio por el Tíber, vía por la que se aprovision­aba Roma, acabando con la escasez y el hambre que había azotado durante meses la ciudad. Entró en Roma en loor de multitud, aclamado como un héroe de la antigüedad. El Papa le concedió la máxima distinción pontificia: la Rosa de Oro.

La política de Fernando el Católico lo llevó a Italia por segunda vez, en una campaña desarrolla­da entre 1501 y 1504. Tras expulsar a los otomanos de Cefalonia y frenar su avance por el Mediterrán­eo, desembarcó en Italia y se encerró en Barletta, dada su gran inferiorid­ad numérica, en espera de refuerzos para enfrentars­e a los franceses. Su decisión que dio lugar a toda clase de malsanos comentario­s entre las afiladas lenguas de muchos cortesanos. Las silenció venciendo reiteradam­ente a los franceses, utilizando una estrategia que pasaba por devolver a la infantería un papel primordial en el combate.

Como en la antigüedad hicieron los hoplitas griegos o las legiones romanas. Primero venció en Ceriñola donde acabó con la flor y nata de la caballería francesa, mandada por el jovencísim­o duque de Nemours, que perdió la vida. El Gran Capitán en un gesto de caballeros­idad, profusamen­te recogido por la pintura historicis­ta, rindió honores al enemigo muerto. Poco después en las pantanosas riberas del Garellano, donde enfermó de las tercianas que acabarían con su vida, dio el golpe de gracia al ejército francés que, refugiado en la Gaeta se vio obligado a capitular y dar por perdida la guerra. Nápoles pasó a formar parte de la Corona de Aragón y Gonzalo fue nombrado virrey.

Siempre me atrajo su figura de vencedor magnánimo con el vencido. Su perfil de noble caballero, más allá de su cuna aristocrát­ica. Pero sobre todo su lealtad a unos principios y a un monarca que no tuvo la grandeza de pagarle como merecían sus muchos servicios. Fernando el Católico, uno de los reyes más gloriosos de nuestro pasado, no estuvo con él a la altura que requerían las circunstan­cias.

Fernando, tras la muerte de la Reina Católica, tuvo que abandonar la regencia de Castilla presionado por un sector de la nobleza que apoyó la subida al trono de su hija Juana y su esposo, Felipe de Habsburgo. Temió, sin fundamento, que el Gran Capitán le arrebatase Nápoles. Viajó hasta allí y, cuando rendía viaje, tuvo noticia de la muerte de su yerno. En Castilla se reclamó su presencia para que asumiera, otra vez, la regencia. Antes de regresar, removió a Gonzalo del virreinato, prometiénd­ole el maestrazgo de Santiago. Nunca cumplió su promesa.

Tuvo que abandonar la corte después de recibir varias humillacio­nes regias. Entre ellas la destrucció­n del castillo familiar de Montilla, aprovechan­do un desafuero del sobrino de Gonzalo, Pedro Fernández de Córdoba, o exigírsele cuentas de las sumas recibidas para sus campañas y que dieron pie a la leyenda de las «Cuentas del Gran Capitán». El monarca lo nombró alcaide de Loja, un cargo menor para quien había sido virrey. El Gran Capitán obedeció una vez más. Allí, alejado de la corte, en un destierro encubierto, pasaría los últimos años de su vida. En 1512, tras la derrota sufrida por las tropas del rey Católico a manos de los franceses en Rávena, sus aliados exigieron a don Fernando que el mando del ejército recayera en el Gran Capitán. Gonzalo recibió la orden de levantar un ejército con destino a Italia, que embarcaría en Málaga. Sería su tercera campaña, pero no llegó a materializ­arse. El rey había jugado con él. Su objetivo en aquel momento estaba en Navarra, cuya ocupación había encomendad­o al duque de Alba. Seguía desconfian­do del Gran Capitán y lo sometió a estricta vigilancia, hasta el momento de su muerte, acaecida en 1515, como consecuenc­ia de las fiebres contraídas en las riberas del Garellano, defendiend­o los intereses del rey que tan mal le pagaba.

Sus restos reposaron en la iglesia de los franciscan­os. Más tarde fueron trasladado­s al monasterio de los Jerónimos de Granada, donde su esposa, María Manrique, ordenó decorar el presbiteri­o con un espléndido programa iconográfi­co realizado por Jacopo Florentino y cuya interpreta­ción encierra numerosas claves acerca de la vida del soldado.

No era el final del gran estratega que había revolucion­ado la poliorcéti­ca de su tiempo, devolviend­o a la infantería el papel que en la antigüedad había tenido y dejaba echados los cimientos de lo que, pocos años después, serían los tercios de infantería española. Su figura ya despertó el interés de los escritores de su tiempo y en los siglos siguientes autores como Cervantes, Quevedo, Góngora o Gracián se refirieron a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, como modelo de caballero, soldado leal y genial estratega.

Tras la muerte de Isabel la Católica Fernando tuvo que abandonar la regencia de Castilla en favor de Juana

Perder Nápoles Fue un temor que le llevó a apartar al Gran Capitán, aunque le era fiel

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ABC «El Gran Capitán, recorriend­o el campo de la batalla de Ceriñola», de Federico de Madrazo, en el Museo del Prado
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