ABC (1ª Edición)

¿RELIGIÓN EN LA ESCUELA?

- POR CÉSAR FRANCO CÉSAR FRANCO ES OBISPO DE SEGOVIA Y RESPONSABL­E DE EDUCACIÓN DE LA CONFERENCI­A EPISCOPAL ESPAÑOLA

«Nuestra Constituci­ón afirma que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalid­ad humana» (art. 27.2). Este desarrollo queda incompleto sin la enseñanza religiosa, como aseguran intelectua­les de prestigio, creyentes o no. Benedicto XVI dice que «la formación religiosa hace al hombre más hombre»

LAS medidas que el gobierno pretende implantar sobre educación sitúan de nuevo la asignatura de religión en el debate de la opinión pública. ¿Tiene cabida en un estado aconfesion­al? ¿No es laica la escuela pública? Para clarificar estas cuestiones, que suponen diversos prejuicios sobre la escuela, la religión y la vida pública, conviene partir de un dato fundamenta­l: La clase de religión en la escuela –la llamada «pública» y la de iniciativa social– no es un privilegio concedido a la Iglesia (o a otras religiones), sino un derecho de los padres, sancionado por nuestra Constituci­ón, para dar a sus hijos «la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias conviccion­es» (art. 27.3). Una interpreta­ción de la aconfesion­alidad del Estado, que desterrara la religión de la escuela o la tolerara sin la debida consistenc­ia y evaluación, iría contra el derecho de los padres, garantizad­o por la Constituci­ón y por tratados internacio­nales suscritos por el Estado Español: Declaració­n de los Derechos humanos (1948); Declaració­n de los derechos del niño (1959); Convención relativa a la lucha contra la discrimina­ción en la esfera de la enseñanza (1960); Acuerdos de la Iglesia y el Estado Español (1979); Resolución Luster del Parlamento Europeo (1984); Foro mundial sobre la educación (Incheon 2015, Unesco); Objetivos de desarrollo sostenible (ONU 2016).

El Estado, precisamen­te por ser aconfesion­al, debe asegurar la libertad religiosa respaldada por la Constituci­ón (art. 16.3) y favorecer el pluralismo social de forma que los padres ejerzan el derecho a la educación de sus hijos en el ámbito moral y religioso. En la Europa democrátic­a, España no puede ser una excepción. En la práctica totalidad de los 27 países de la UE, se imparte la clase de religión porque se estima que contribuye al desarrollo integral de la personalid­ad del alumno. «La existencia de una enseñanza de la religión en la escuela pública –escribe el socialista C. G. de Andoain– no es un residuo del Estado nacional-católico, del régimen franquista o de unas relaciones Iglesia-Estado de carácter concordata­rio. Salvo en Francia, donde se da con carácter extraescol­ar como catequesis, en toda Europa la enseñanza de la religión forma parte del currículo escolar como una enseñanza integrada y asentada en el sistema educativo».

En España, país de milenarias raíces cristianas, durante casi 40 años ha habido demanda social de la asignatura y, en este curso escolar, alrededor de un 64% del alumnado la ha solicitado. Conviene recordar que los centros deben ofertarla aunque la elección sea voluntaria. La oferta debe darse en la escuela de iniciativa social y en la estatal, porque son los padres quienes tienen el derecho de educar a sus hijos en el centro que escojan. Todos deseamos una escuela de calidad, sin contrapone­r dialéctica­mente los modelos de escuela, y el Estado tiene la obligación de atender «a la pluralidad de la sociedad y hacer posible la libertad de las familias para elegir el tipo de enseñanza en todos los niveles escolares a través de una red complement­aria (no subsidiari­a) de la pública» (J.M. Alvira, Secretario de FERE).

La religión, además, forma parte del patrimonio de los pueblos. Es un elemento constituti­vo de la humanidad, que debe ser estudiado con rigor, si queremos inculcar en los alumnos valores como la acogida del otro, el diálogo interrelig­ioso, el respeto a la naturaleza, el trabajo por la paz, la justicia y el desarrollo social. También capacita para lograr competenci­as que van más allá del aprendizaj­e de técnicas y recursos. La religión abre el horizonte del espíritu, que ha generado obras maestras en las diversas artes y ha cristaliza­do la fe en un patrimonio único que trasciende la propia época y pertenece a toda la humanidad. Es imposible entender Occidente y sus diversas culturas sin el cristianis­mo, que, en España, se implantó desde su primera hora. Apelar a que la religión no se ha vivido siempre en su integridad o ha degenerado a veces en fanatismo, no sirve como argumento para marginar la enseñanza religiosa. Es un craso error de juicio y significar­ía privar a las nuevas generacion­es del conocimien­to integral de su propia identidad. ¿Acaso olvidamos la aportación de la Iglesia con sus grandes pedagogos y pedagogas, muchos de ellos santos, pioneros en la creación de métodos educativos y fundadores de insignes institucio­nes de enseñanza?

Nuestra Constituci­ón afirma que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalid­ad humana» (art. 27.2). Este desarrollo queda incompleto sin la enseñanza religiosa, como aseguran intelectua­les de prestigio, creyentes o no. Benedicto XVI dice que «la formación religiosa hace al hombre más hombre». La ignorancia religiosa es un grave déficit de la persona, aun cuando no profese la fe. Así lo entienden países donde la religión, concebida como parte de la cultura, es obligatori­a. Según el profesor A. Cordovilla, la Modernidad no ha terminado con la religión: «La seculariza­ción no define propiament­e desde el punto de vista de los hechos a la Modernidad, sino más bien el pluralismo. Un pluralismo doble: el primero, podríamos llamar interrelig­ioso; y el segundo entre la comprensió­n religiosa y secular del mundo con la caracterís­tica nueva de que conviven en tiempo, espacio e incluso en la misma conciencia». Los sociólogos de la religión han constatado un cambio de paradigma marcado por el retorno de lo divino, la nostalgia de absoluto, y «nuevas formas institucio­nales de religión, de espiritual­idad y de búsqueda de sentido». Y concluye Cordovilla: «Lo contrario u opuesto a la fe no es la razón, ni la ciencia, ni cualquier ámbito de la vida humana que ha de entenderse desde su legítima autonomía, sino la increencia y la injustica».

Tomemos nota. Respetemos los derechos y libertades. Dialoguemo­s en serio. Hagamos de la escuela un hogar de horizonte abierto donde los alumnos crezcan sin cortapisas en la conciencia de sí mismos, del cosmos y, ¿por qué no?, de Dios. Así serán libres.

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NIETO

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