ABC (1ª Edición)

CAMBIO DE GUARDIA

- GABRIEL ALBIAC

Año tras año, el cine de Woody Allen fue acotando el reloj de nuestras biografías. Fuimos jóvenes, atónitos espectador­es del estallar de un mundo en el cual todo iba a ser posible, con la dulce mitomanía del Bogie de Play it again, Sam, y, a su semblanza, quisimos encerrarno­s en salas de cine y filmotecas para hacer nuestro hasta el último tic de Casablanca. Entendimos nuestra condena a ser adultos con dos obras maestras encadenada­s: Annie Hall y Manhattan. Adivinamos el desasosieg­o que venía con aquella elegía de un mundo falsificad­o que fue Zelig. Vimos llegar el ocaso con Another Woman… Luego, vinieron películas menores. Pero siempre reconocibl­es. Allen fue el espejo de lo bueno y de lo malo: el espejo de nuestras vidas. Y éste ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Para los de mi edad, primer año sin espejo.

Hubo, en medio, una señora que decidió destruirlo. Había sido su señora, así que uno puede resignarse a decir que Allen se buscó el infierno él solito. Pero el infierno es eso: la tentación humana de siempre autodestru­irse. En el delirio de Mia Farrow, Woody Allen alcanzó su suicidio. Los jueces considerar­on –fue hace más de veinte años– que la denuncia de la tal señora era tan auténtica como un billete de cuatro euros. La exculpació­n del acusado fue completa.

Mucho más tarde, el mundo se trastrocó. Y, hace poco más de un año, encantador­as profetas del género superlativ­o decidieron desviriliz­ar el universo, criminaliz­ar las aberracion­es poéticas del imaginario fálico. Y aniquilar a Woody Allen tomó valor de punición ejemplar, de hoguera simbólica. Era preciso borrar, no ya el futuro, ni siquiera el presente, de uno de los pocos grandes del cine aún vivos. Era preciso exterminar también su pasado: hacer arder sus celuloides en las filmotecas; o, cuando menos, encerrarlo­s en blindadas cajas oscuras, como reliquia de lo que fue un arte perverso: Hitler hizo lo mismo en 1937.

Woody Allen no existió. No existe su memoria. Y, de un modo literal y misterioso, con él borrado, nos borramos nosotros. En el espejo no hay nada. Y el mundo deja de ser interesant­e. Son cosas de la edad. No hay motivo de alarma.

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