Este ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Para los de mi edad, primer año sin espejo
SIN WOODY ALLEN
SON cosas de la edad: todo hombre está condenado a ir perdiendo el precario mundo que fue el suyo. Y, en un momento u otro de su vida, condenado a no reconocerse ya parte del universo, ahora de sombras, que lo rodea. A ese borrado minucioso de todo cuanto conocimos y en lo cual nos reconocimos, llamamos curso del tiempo. En él, van disolviéndose todas nuestras raíces. No está nada mal: a fin de cuentas, un hombre no es un árbol, y no hay libertad que no deba ser pagada en desarraigo. Es un precio pesado a veces: la pérdida de esos nimios automatismos, de esas diminutas cartografías que tejen los gestos diarios, nos hiere.
A esos borrones opacos del azogue perdido en nuestro espejo, llamamos melancolía. No recae sobre los grandes acontecimientos. Que en sí mismos administran siempre el antídoto emocional a su veneno. Recae sobre pequeñas naderías. Que sabemos que no van a volver nunca. A mí me ha sucedido esta mañana. De pronto, sin motivo preciso. O, tal vez, con el bobo motivo de las liturgias memoriosas que el balance del año impone.
Un minucia: 2018 ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Que no está muerto: la muerte, en su grandeza, incorpora el pathos de su consuelo. Que está enterrado en vida. En una de las mayores obscenidades de este mundo en el que los de mi edad sobrevivimos. Sin consuelo.