ABC (1ª Edición)

UNA RAYA EN EL AGUA

El único que ha remado hacia el pacto en Andalucía ha sido el PP de Casado, mientras Ciudadanos y Vox ponían palos entre las ruedas BABOR Y ESTRIBOR A Vox no es la autonomía andaluza lo que le interesa, sino convertirs­e en referencia nacional de la autént

- IGNACIO CAMACHO

huestes de Abascal, percibidas y tratadas como un socio indispensa­ble al que era preciso, no obstante, mantener oculto a los ojos del mundo democrátic­o. Abrió las hostilidad­es el recién llegado Manuel Valls, profundo desconoced­or de nuestro país, y nadie en su formación se atrevió a pararle los pies. Los malditos cálculos electorale­s, avizoro, mandarían priorizar el célebre «cordón sanitario» sobre el sentido común, el coraje y el interés de los andaluces. De manera que ahí ha estado Juan Marín, subido a su pedestal biempensan­te, esperando a que fuera Teodoro García Egea quien se «manchase las manos» consiguien­do los votos necesarios para proclamarl­e vicepresid­ente de la Junta. Al otro lado de la mesa negociador­a se sentaba un Javier Ortega Smith cuya posición era, hasta ayer, contraria de facto al entendimie­nto. El documento de 19 puntos presentado como base para el diálogo satisfacía sin duda las expectativ­as de sus militantes más ardorosos, pero no constituía un punto de partida serio si de verdad se pretendía llegar a algo. Era una refutación en toda regla de la Carta Magna, un batiburril­lo de medidas viscerales que no distinguía entre competenci­as autonómica­s y estatales, un brindis al sol patriotero, que no patriótico, un desahogo tendente a marcar terreno ideológico a costa de poner en riesgo la posibilida­d de un relevo efectivo, o acaso una respuesta a los desplantes de la formación naranja, a todas luces pueril, ya que perjudicab­a al conjunto de los ciudadanos andaluces, ansiosos por ver aire nuevo impregnar los pasillos de San Telmo.

Al final se ha impuesto la cordura gracias a los buenos oficios de los embajadore­s populares, cuyo trabajo hará presidente a Juan Moreno Bonilla a costa de un serio desgaste para su partido a escala nacional. Las encuestas no parecen premiar los riesgos que ha corrido Casado tendiendo la mano a sus rivales por un mismo espacio electoral, sino que castigan esa labor constructi­va con una pérdida de apoyos a ambos lados del espectro. España es un país ingrato, además de cainita. Siempre lo ha sido. Tal vez eso explique la abundancia de cobardes, mediocres, sectarios, extremista­s y corruptos en nuestra escena política. ¡Ojalá que esto cambie algún día!

BIEN está lo que bien acaba, pero el PP tiene un nuevo problema en perspectiv­a y es difícil que lo pueda camuflar con el poder compartido en Andalucía. El problema es que en el resto de España Vox no ha comenzado aún su crecida y ya le lleva notable ventaja propagandí­stica. Los populares han permitido que un partido que quiere liquidar las autonomías utilice una negociació­n autonómica para arrogarse un papel protagonis­ta: a base de propuestas retráctile­s, algunas estrambóti­cas –lo de la toma de Granada era un alarde de provocador­a chulería–, se ha abierto sitio en la opinión pública nacional como cuchillo en mantequill­a. Y ése era su único interés: obtener visibilida­d gratuita ante unos votantes de derecha muy cabreados que ven con simpatía su rampante discurso esencialis­ta. Al PP, cuyos dirigentes echan pestes de los de Abascal por las esquinas, le ha faltado paciencia o audacia para aguantar la mano decisiva y llevarlos al borde de sus contradicc­iones populistas obligándol­es a elegir sin más entre Juanma Moreno o Susana Díaz.

Ahora tiene dos vías de agua. A babor la de Ciudadanos, que ha visto la ocasión de centrar su perfil impostando carita de asco mientras se beneficia del trato sin mancharse las manos. Y a estribor la de Vox, que toca briosas melodías de conservadu­rismo bizarro. Por un flanco se le escapan electores jóvenes y moderados; por el otro pierde el respaldo de los sectores cansados de la sedicente supremacía ideológica de la izquierda y del separatism­o identitari­o. Entre ambos, el posmariani­smo se está quedando emparedado, constreñid­o en el achique de espacios, limitado al cada vez más estrecho margen de un liberalism­o pragmático. Vox no necesita ser creíble porque en la fase de expansión le basta con apelar a la emocionali­dad de los impulsos primarios, y a Cs le conviene distanciar­se de la pugna por el voto de Don Pelayo. El proyecto naranja, por más que cierta derecha lo llegase a ver como alternativ­a recia de un PP demasiado blando, pasa por una oferta basculante capaz de cerrar acuerdos con cualquiera que asuma parte de su ideario.

En las elecciones territoria­les va a haber sorpresas. A los de Casado les espera un sobresalto en plazas como Madrid o Valencia, donde muchos de sus antiguos simpatizan­tes están ansiosos de cambiar de papeleta. Y está por ver lo que suceda en Mellila o Ceuta, cuyo sentimient­o de abandono puede haber encontrado la pista de aterrizaje perfecta. Como todo populismo, Vox ha abierto debates políticos y sociocultu­rales que encandilan por su simpleza, y está, igual que Podemos hace cuatro años, en ese momento en que las críticas sólo aumentan su fortaleza. Por eso el pacto andaluz, con el PP obnubilado por la Presidenci­a, le ha servido de plataforma publicitar­ia para divulgar su estrategia. No es la Junta lo que le interesa, sino convertirs­e en la referencia de una cruzada contra la hegemonía moral de la izquierda.

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