ABC (1ª Edición)

LA BANDERA DE LA RECONCILIA­CIÓN

O’DONNELL

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EL 27 de diciembre de 1978 Juan Carlos I sancionaba ante las Cortes la Constituci­ón Política de España que había sido ratificada por el pueblo español en referéndum el día 6 de ese mismo mes y año. Esta aprobación en consulta supuso la del artículo 4º.1 que definía el primero de nuestros símbolos nacionales: la bandera.

Por segunda vez en la Historia española se incluía la bandera nacional en un texto constituci­onal. La primera ocasión había tenido lugar en 1931. La II República había tenido tres opciones a la hora de elegir y componer su bandera. La primera de ellas había sido mantener la bicolor preexisten­te, variando los símbolos monárquico­s. Actitud respetuosa, adoptada por la república predecesor­a a la que sus adeptos imaginaron como una «Niña Bonita», bajo un esperanzad­or arcoíris con el color amarillo entre rojos, lo que había supuesto un verdadero refrendo de los colores tradiciona­les de todos por encima de los de una facción o movimiento, que los hubo y múltiples.

Otra opción consistía en innovar la bandera totalmente como había hecho la República de Portugal. En ella, los colores históricos –blanco y azul– se habían sustituido, en virtud de concurso popular, por los que, desde la fracasada intentona revolucion­aria de 1891, había adoptado como propios el Partido Republican­o Portugués –rojo y verde–.

En España se acabó por elegir la tricolor que parecía integrar lo viejo y lo nuevo, pero que, en realidad, sólo representa­ba a los republican­os, legatarios sin auténtica base de un color morado que había sido el simbólico de los monárquico­s más liberales, hasta el punto de que la monarquía derrocada lo había adoptado como único para el estandarte real desde tiempos de Doña María Cristina, necesitada del apoyo de aquéllos.

Sobre el color morado se había montado todo un engranaje de leyendas urbanas sobre un supuesto «pendón comunero» que parecía encajar con un gobierno progresist­a histórico que pretendía ser sucesor moral de todos cuantos en España habían defendido la libertad. De nada habían servido los eruditos informes del cuerpo colegiado de la Academia de la Historia, que se había definido en contrario, dando la cuestión por saldada en cuanto a la Ciencia Histórica se refiere.

En la palestra política de nuevos próceres, se siguió argumentan­do, sin embargo, razones «tradiciona­les», como la de «Durante más de medio siglo la enseña tricolor ha designado la idea de la emancipaci­ón española mediante la República». Cuando estos argumentos empezaron a flaquear, se tuvieron que reforzar con una nueva legitimaci­ón definitiva: la voluntad popular: «El Gobierno provisiona­l acoge la espontánea demostraci­ón de la voluntad popular, que ya no es deseo, sino hecho consumado, y la sanciona». Efectivame­nte, conocido el triunfo republican­o, una multitud entusiasta enarboló por todas partes la tricolor con el «morado oscuro» y en todos los edificios públicos se colocó la nueva bandera sin que hubiese precedido norma alguna que lo dispusiera, hasta la redacción del Decreto de 27 de abril de 1931 que, al pretender decir lo contrario, reconoció, junto con su origen, su condición partidista: «La bandera tricolor ya no denota la esperanza de un partido…» y la posterior promulgaci­ón de la Constituci­ón del 9 de diciembre siguiente. Se consagraba así una bandera de los republican­os, pero no de todos los españoles.

Cada bando enfrentado entre 1936 y 1939 contó con su bandera, recuperand­o en agosto de ese primer año el bando nacional, con adaptacion­es, la «rojigualda», que continuó vigente durante el régimen franquista.

En 1977 la Ley para la Reforma Política, los Pactos de la Moncloa y la legalizaci­ón de la mayoría de los partidos políticos habían hecho posible la convocator­ia de unas elecciones. Se iniciaba la reconstruc­ción de la vida democrátic­a de España mediante la elaboració­n de la Constituci­ón bajo las premisas de la soberanía popular y la división de poderes que una monarquía parlamenta­ria y un sistema bicameral debían presidir. La enseña nacional sería uno de los símbolos a debatir.

Los artífices de la Transición no tuvieron tantas alternativ­as como los de la República de 1931 a la hora de elegir colores, y la Constituci­ón asumió los dos verdaderam­ente nacionales sin problemas, o con meras enmiendas anecdótica­s, de estilo o literarias, y en el proceso de su elaboració­n el texto constituci­onal cambió poco desde la redacción de un anteproyec­to ya consensuad­o, efectuada por la comisión mixta Congreso-Senado: «La bandera de España está formada por tres franjas horizontal­es, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas».

No había pasado un año de la promulgaci­ón de nuestra Carta Magna cuando a la Mesa del Congreso de los Diputados se presentó 23 de noviembre de 1979 una proposició­n de ley sobre el escudo de España por parte del portavoz del Grupo Socialista del Congreso, Felipe González Márquez. No parecían los proponente­s dispuestos a modificar el escudo del Gobierno provisiona­l de 1868 más que en lo mínimo: la corona real. Así pues, se aceptó éste, aunque añadiendo el escusón de las tres lises borbónicas por considerar­se eminenteme­nte constituci­onal, derivado del artículo 57 que establece la monarquía en la persona del Rey Juan Carlos de Borbón, heredero de la legítima dinastía española.

El júbilo manifestad­o por los portavoces de los partidos en el pleno de la Cámara de 23 de junio siguiente por el acuerdo adoptado fue enorme. La aquiescenc­ia había sido, de nuevo, un triunfo del sentido histórico y del sentido común; generosa renuncia de los republican­os históricos y de sus herederos y, en menor medida, también de los reformista­s del régimen anterior, y quedó plasmada en la ley de 5 de octubre, publicada en el Boletín Oficial del Estado el día 19 de ese mismo mes.

Con la nueva bandera completa por colores y escudo, Mario García-Oliva manifestab­a desde el Senado: «Resulta, sin embargo, reconforta­nte y esperanzad­or que por fin tengamos una enseña y un escudo que ya es de todos los españoles».

Son hechos bien conocidos, pero ahora se hace necesario recordarlo­s. CENSOR DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA

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NIETO

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