ABC (1ª Edición)

Ningún problema de España pasa por la tumba del Valle de los Caídos

¿FRANCO?

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Era para agosto. Pero se resiste. Ha caído Lopetegui, han terminado las temporadas de «OT», «Gran Hermano» y «MasterChef», se ha muerto Aretha Franklin y los chinos han hollado la cara oculta de la Luna. Han sucedido un porrón de cosas. Pero Franco ahí sigue, como metáfora surrealist­a de la incompeten­cia de Sánchez, incapaz de cumplir el primero y casi único de sus anuncios programáti­cos, pues resultó que en España había leyes y derechos familiares. Incluso el Vaticano zurdo de Francisco ha ido toreando al Gobierno con largas cambiadas. Lo cual tampoco resulta muy difícil, pues la vicepresid­enta Calvo es faena fácil para una diplomacia tan sutil y astuta como la vaticana, la más legendaria del orbe.

Cuando se murió Franco, hace 43 años, yo tenía once y gastaba flequillo beatle. Mi recuerdo más nítido de aquello es que el autobús que nos llevaba al cole se dio la vuelta y el propio chófer nos anunció que teníamos una semana de vacaciones, con gran alboroto de aplausos y vítores de la chavalada. Sánchez tenía entonces tres años. Poca huella pudo dejar el franquismo en su memoria. Al igual que Sánchez, he pasado toda la vida adulta disfrutand­o de la formidable democracia del Rey Juan Carlos, Fernández-Miranda y Suárez. Lo siento, pero Franco nunca ha formado parte de mi existencia ni de mis preocupaci­ones (tampoco Azaña y Negrín, ni el autogiro de De la Cierva, el submarino de Peral o las comedias de Echegaray). La Transición fue un acuerdo para perdonarse y ponerse a trabajar por el futuro. Luces largas y mucho optimismo. Así de bien funcionó. Resulta desconcert­ante, absurdo, que la revisión de la historia se acometa cuando nada del franquismo pervive en nuestra sociedad y en nuestra política, salvo el énfasis «progresist­a» en una vendetta imposible contra un mundo ya extinto, con la que intentan camuflar su inanidad programáti­ca (en especial en economía).

Mientras Sánchez da la murga con Franco, las preocupaci­ones reales de muchos españoles son otras. La primera y más elemental, porque es la base de todo: ¿Dentro veinte años seguirá existiendo nuestro país como tal, o degenerará en una suerte de Confederac­ión Ibérica de taifas debido a la lacerante carencia de patriotism­o de la izquierda española? Hay más: ¿Cómo se van a pagar nuestras pensiones en un país con una deuda pública de casi el cien por cien del PIB? ¿Qué futuro le aguarda a un país con una pirámide demográfic­a tan pavorosa? ¿Continuará el magnífico proyecto europeo, que es nuestro único modo de competir en el mundo, o sucumbirem­os al simplismo del populismo autárquico? ¿Qué va a pasar con nuestros empleos ante la gran disrupción tecnológic­a, que ha empezado ya y que en unos años liquidará, por ejemplo, todos los puestos de trabajo relacionad­os con el volante? ¿Qué vamos a hacer para mejorar nuestra educación y ser más competitiv­os (y no creo que la solución sea la de la gran Celaá: trabajar menos)? ¿Lograremos integrar a los inmigrante­s? ¿Cómo será una sociedad orwelliana, donde los más ricos podrán programar hijos más inteligent­es y sanos que los pobres? Ninguna de esas incógnitas pasa por el Valle de los Caídos.

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