El número dos que se convirtió en número uno
l folclore político de Washington reserva para el puesto de vicepresidente alguno de sus peores prejuicios. A pesar de encontrarse literalmente a un latido de ocupar la presidencia de Estados Unidos, existe una irrespetuosa inclinación a considerar ese puesto como una especie de figurante, o actor muy secundario, en la superproducción en que ha terminado por convertirse la Casa Blanca con ayuda de grandes crisis, guerras y ocupantes cada vez más asertivos hasta llegar al delirio del trumpismo.
Un vicepresidente de EE.UU. es ese político en el background del que se espera, sobre todo, aquiescencia automática. Además de hacer bulto en funerales y demás funciones públicas poco apetecibles para el personaje principal. De su ninguneo institucional es prueba la etiqueta coloquial que recibe en la jerga gubernamental americana: la apócope «vice» que en latín significaría «en lugar de» pero que en inglés también significa «vicio».
Además de asumir el puesto de presidente en caso de dimisión, «impeachment», incapacitación o muerte, el vicepresidente de EE.UU. preside el Senado federal. Aunque solo puede
Evotar en la Cámara Alta en caso de empate entre sus cien miembros (dos escaños por Estado). Más allá de esas limitadas funciones constitucionales, la influencia de un vicepresidente depende exclusivamente del poder informal que pueda acumular, siempre con la aquiescencia del presidente.
Durante buena parte de la historia de la Casa Blanca, los vicepresidentes han sido figuras irrelevantes. John Adams, el primer ocupante de ese pues-