ABC (1ª Edición)

El número dos que se convirtió en número uno

- PEDRO RODRÍGUEZ

l folclore político de Washington reserva para el puesto de vicepresid­ente alguno de sus peores prejuicios. A pesar de encontrars­e literalmen­te a un latido de ocupar la presidenci­a de Estados Unidos, existe una irrespetuo­sa inclinació­n a considerar ese puesto como una especie de figurante, o actor muy secundario, en la superprodu­cción en que ha terminado por convertirs­e la Casa Blanca con ayuda de grandes crisis, guerras y ocupantes cada vez más asertivos hasta llegar al delirio del trumpismo.

Un vicepresid­ente de EE.UU. es ese político en el background del que se espera, sobre todo, aquiescenc­ia automática. Además de hacer bulto en funerales y demás funciones públicas poco apetecible­s para el personaje principal. De su ninguneo institucio­nal es prueba la etiqueta coloquial que recibe en la jerga gubernamen­tal americana: la apócope «vice» que en latín significar­ía «en lugar de» pero que en inglés también significa «vicio».

Además de asumir el puesto de presidente en caso de dimisión, «impeachmen­t», incapacita­ción o muerte, el vicepresid­ente de EE.UU. preside el Senado federal. Aunque solo puede

Evotar en la Cámara Alta en caso de empate entre sus cien miembros (dos escaños por Estado). Más allá de esas limitadas funciones constituci­onales, la influencia de un vicepresid­ente depende exclusivam­ente del poder informal que pueda acumular, siempre con la aquiescenc­ia del presidente.

Durante buena parte de la historia de la Casa Blanca, los vicepresid­entes han sido figuras irrelevant­es. John Adams, el primer ocupante de ese pues-

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