∑ Lega al castellano una pasmosa colección de endecasílabos memorables
Historiador, poeta, triatleta, espadachín...
Con José Alcalá-Zamora muere también parte de quien firma estas líneas. Desde mediados de los años ochenta del siglo pasado puedo jactarme de su amistad, de una de esas amistades que ni el viento helado de la muerte es capaz de borrar. Cuando los dos nos encontremos al otro lado del espejo, volveremos a hablar de nuestras cosas, fundamentalmente de temas poéticos –fue un portentoso sonetista, uno de los más prolíficos y a la vez profundos de la poesía española de siempre–, pero también de Calderón, su autor favorito y uno de mis emblemas literarios, y de la vida, y del amor, y de las cosas vanas y sencillas que configuran la existencia de los hombres. Pepe Alcalá fue un extraordinario historiador de nuestro siglo XVII, aunque le cabía en las entretelas toda la historia patria, pues nada de lo humano, como al personaje de Terencio, le era ajeno.
Era nieto del primer presidente de nuestra Segunda República, Niceto Alcalá-Zamora, y del general Queipo de Llano. Ejemplo vivo, por lo tanto, de que las dos Españas de Antonio Machado no son irreconciliables. Pero sobre todas las cosas que fue –poeta, historiador, excelente ajedrecista, consumado triatleta, experto tirador de armas de fuego antiguas y modernas, espadachín, incansable maratoniano de los que terminan la prueba–, si tuviese que definirlo tan solo con una palabra, emplearía una muy querida por él y por mí, y es la de caballero. El código caballeresco de Raimundo Lulio tuvo siempre en él un perfecto cumplidor de todas y cada una de sus cláusulas. Y en su calidad de caballero sin tacha, después
nació el 28 de septiembre de 1939 en Málaga y ha muerto el 9 de enero de 2019 en Madrid. Fue catedrático de Historia Moderna de la Universidad Complutense e ingresó en la Real Academia de la Historia en 1987, ostentando desde entonces la medalla número 17 de la Institución. Fue, además, eximio poeta, consumado triatleta, experto tirador y excelente ajedrecista, entre otras cosas. de una terrible enfermedad en la que nunca le faltó el apoyo incondicional de su familia, de sus amigos y amigas y de sus abnegadas cuidadoras, se nos ha ido al otro mundo, donde la enfermedad no existe y se escriben sonetos con los endecasílabos que dictan las estrellas en su discurrir imperecedero.
Sus estudios sobre la política exterior de los Austrias, la antigua siderurgia española y el teatro calderoniano permanecerán para siempre en la logia mayor de los estudios históricos sobre la era barroca. Pero nos ha legado también decenas de libros de poesía, territorio que empezó a recorrer en 1965, con un libro publicado en México y titulado «El mar de un barco de papel». Con Miguel Hernández, José Hierro y Blas de Otero como telón de fondo, pero también y sobre todo –como era de esperar en un experto conocedor de nuestros Siglos de Oro– con Lope y Góngora y Quevedo y Villamediana en el horizonte, Pepe Alcalá-Zamora ha legado a la lengua castellana una pasmosa colección de endecasílabos memorables que pertenecen a la mejor de las cosechas líricas de los dos últimos siglos de poesía escrita en lengua castellana. Descanse en paz el amigo fraterno, el historiador, el poeta, el caballero. Y que Dios acoja en su seno al hombre bueno que fue siempre y a quien la muerte –esa «desdicha fuerte» de la que hablaba Segismundo en «La vida es sueño»– acaba de arrebatarnos.