Beneficien a la izquierda o a la derecha, las «coaliciones de perdedores» son una idea peor que la segunda vuelta
EL «BALLOTAGE» EN EL TRASTERO
AHORA que se aproximan las elecciones locales y territoriales, y que en Andalucía la derecha ha roto por imperativo de su electorado su propia regla, conviene recordar, eppur si muove, que las antes llamadas «coaliciones de perdedores» siguen siendo una mala idea. Al menos, una idea peor que la de la segunda vuelta, en la que los pactos se producen delante de las urnas, no detrás de ellas, y en la que los ciudadanos tienen la oportunidad de escoger con su voto entre las dos principales tendencias. Pero eso ya es una propuesta melancólica, condenada al trastero de las cosas viejas; nadie la va a echar de menos porque desde la moción de censura contra Rajoy ha quedado despenalizada políticamente cualquier componenda y cada bloque ha encontrado su propia manera de sacar partido a la correlación de fuerzas. Sin embargo, está por demostrar que los multipartitos arrojen gobiernos más estables y con mayor cohesión interna. En cambio, métodos como el ballotage a la francesa han demostrado su utilidad para cortar el paso a los populismos o reducir su sobredimensionada influencia. También sirven, por supuesto, los consensos constitucionalistas, desgraciadamente alejados en España por la creciente proclividad del PSOE hacia el frente de izquierdas.
Es cierto que el constituyente diseñó un régimen de corte parlamentario en el que la elección indirecta convive con una especie de presidencialismo de facto. Los primeros acuerdos contra la lista más votada se produjeron casi de inmediato, en las municipales del 79, y luego se extendieron a las autonomías de modo cada vez más generalizado. Sin ser siquiera diputado, Sánchez rompió en mayo el último tabú, el de la Presidencia del Gobierno, y ya no habrá forma de respetarlo. Es la consecuencia de la fragmentación del bipartidismo clásico, que mientras pudo hacerlo no se atrevió a blindar el modelo mayoritario. A partir de ahora, el orden del resultado electoral será un detalle superfluo cuya relevancia quedará sepultada por otros cálculos a resolver en tejemanejes de despacho. Y ahí se harán fuertes los populistas de ambos bandos, expertos en extraer réditos de un mercado negro de escaños para condicionar el reparto de poder con un porcentaje de votos más o menos escaso.
Para reducir el impacto emergente de los populismos, o como mínimo obligarles a sumar masa crítica compacta, no hay más que dos pautas: la doble vuelta de Francia o las grandes coaliciones de Alemania. Las demás fórmulas conducen a la atomización italiana, que ha permitido a los correlatos transalpinos de Vox y de Podemos –o a formaciones de parecida gama– acabar fraguando una estrambótica alianza. Hay otra vía, claro, que es el de combatir sus proclamas con mayor eficacia; pero es más larga y requiere una pedagogía política que ha quedado desusada y en franca desventaja frente a la rampante superficialidad de la propaganda.