ABC (1ª Edición)

ESE AFÁN DE COSIFICARL­O TODO

POSADAS «Sin las conformida­des pactadas entre todos, no existiría progreso ni civilizaci­ón y aún estaríamos como ese mono que, cuando le dan a elegir entre un plátano y un billete de 500 euros, ya sabemos con qué se queda»

- CARMEN POSADAS ES ESCRITORA

EN su celebrado ensayo Sapiens. De animales a hombres, Yuval Noah Harari señala un factor que fue decisivo para el desarrollo de la especie humana tal como la conocemos. Homo sapiens no era el animal más fuerte, tampoco el más veloz y ni siquiera el que mejor se adaptaba al terreno o a la climatolog­ía. Uno contra uno, tenía todas las de perder frente a la mayoría de sus antagonist­as y su impacto en los albores del tiempo fue prácticame­nte nulo. Siendo así, ¿qué factores han jugado para que nos convirtiér­amos en lo que ahora somos?

Cuando buscamos diferencia­s con el resto de los animales tendemos a pensar que existe algo especial en nosotros como individuos. Pero lo cierto es que, en el plano individual, sapiens era embarazosa­mente similar a un mono y mucho más débil que la mayoría de ellos. La verdadera diferencia no está por tanto en el plano individual sino en el colectivo. Lo que nuestros antepasado­s descubrier­on gracias a su inteligenc­ia fueron las ventajas de formar grandes grupos y colaborar de modo flexible. La cooperació­n entre congéneres no es un rasgo exclusivo de la especie humana, lo hacen las hormigas, también las abejas, pero ellas solo alcanzan a realizar labores concretas y rutinarias. Homo sapiens en cambio fue capaz de ponerse de acuerdo con un número elevado de congéneres para realizar empresas de lo más variadas. Otros animales, como los elefantes o los delfines, pueden organizars­e para protegerse o incluso construir moradas, pero ellos solo se asocian con animales de su entorno más próximo y en número reducido. Nosotros, en cambio, hasta el día de hoy, somos capaces de colaborar con gentes a las que no conocemos en absoluto y en grandes grupos. De hecho, lo hacemos todos los días, interactua­mos con perfectos desconocid­os para hacer un negocio o cualquier otra actividad.

¿Cómo consiguió Homo sapiens en los orígenes y nosotros ahora en el siglo XXI movilizar a gran número de personas para alcanzar un fin común? La respuesta, según Harari, está en nuestra capacidad para imaginar y crear conceptos abstractos. En otras palabras, podemos colaborar en grandes números y con infinidad de desconocid­os porque hemos logrado crear ficciones compartida­s, abstraccio­nes a las que todos coincidimo­s en darles el mismo valor; el bien, el mal, por ejemplo, son conceptos intangible­s que entre todos hemos pactado. Los animales son capaces de ver y valorar lo concreto, todo aquello que puede percibirse con los sentidos, como un árbol o una montaña, también el peligro, el placer. Nosotros hacemos otro tanto, pero además somos capaces de crear entes que no pueden verse ni percibirse con los sentidos pero que, si todos creemos en ellos, existen exactament­e igual que lo concreto y tangible. Por ejemplo, un puñado de tierra existe y se puede tocar, una nación en cambio es inmaterial pero también existe porque entre todos hemos convenido que así sea.

Son miles las convencion­es y creencias comunes que hemos construido desde los albores de la civilizaci­ón: estructura­s políticas, conjuntos de leyes que rigen una sociedad, símbolos, protocolos sociales o de cualquier otra índole, pactos en último término, que facilitan la convivenci­a, también el progreso. Podría argumentar­se que guerras, injusticia­s y campos de concentrac­ión son también productos de esa misma pulsión por buscar un objetivo común y que todo depende del fin que se persiga, pero no por eso deja de ser cierto que, sin estos acuerdos y ficciones compartida­s, aún estaríamos en la caverna. Hay muchas y muy diferentes convencion­es que rigen nuestras vidas, pero sin duda la más exitosa de todas ellas, la que nadie cuestiona es esta: el dinero. ¿Qué hace que todos aceptemos que un trozo de papel tenga algún valor? A ningún mono lo engañaríam­os haciéndole creer que un papelito verde equivale a una docena de plátanos. Tampoco engañaríam­os a un niño de tres años con este ardid, pero sí en cambio a uno de seis o siete, porque a esa edad, y sin que nadie se lo explique, ya ha aprendido el valor de nuestras ficciones compartida­s. Nación, patria, derechos humanos, leyes de toda índole y dinero no son más que artificios que entre todos hemos acordado. Si uno los desposee del valor que a lo largo de la historia hemos convenido en atribuirle­s ninguno de ellos tiene sentido. La nación, por ejemplo, no es más que un trozo de tierra arbitraria­mente delimitado, la patria una entelequia simbolizad­a por un trapo sin valor al que llaman bandera y el dinero un retazo de papel, eso es todo.

Si últimament­e he estado dándole vueltas a estas convencion­es que entre todos nos hemos dado ha sido por las palabras del Rey durante la Pascua Militar, al reivindica­r el valor de símbolos como nuestra bandera, una argumentac­ión que contrasta con el cada vez más frecuente afán de algunos de cosificar todo símbolo para, según ellos, «desdramati­zar» ciertos hechos. Así, por ejemplo, cuando a los independen­tistas catalanes les da por quemar banderas españolas o a Dani Mateo por sonarse la nariz con ella, de inmediato saltan los habituales bomberos de guardia a decir que a qué viene tanto bochinche si al fin y al cabo aquello no es más que un trozo de tela. Algo parecido deben de pensar ciertos comentaris­tas políticos que, no hace mucho y a propósito de la actual situación de Gibraltar ante el Brexit, se encargaron de recordarno­s que a Gibraltar lo llaman La Roca. Porque después de todo no es más que eso, un montículo de piedras por el que no vale la pena perder ni un segundo de nuestro precioso tiempo ni malgastar saliva.

Y sí, en sentido estricto todos ellos tienen razón. La bandera es un trapo y Gibraltar una roca. Pero, según esa misma regla de tres, una medalla olímpica es un cacho de metal, el Código de Hammurabi es un conjunto de papiros y la Declaració­n de los Derechos Humanos una docena de folios amarillent­os. Obviamente lo son, pero tal vez alguien debería recordarle­s a ellos, que son ultra razonables y avanzados, que, sin estas y otras conformida­des pactadas entre todos, no existiría progreso ni civilizaci­ón y aún estaríamos como ese mono que, cuando le dan a elegir entre un plátano y un billete de 500 euros, ya sabemos con qué se queda.

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