ABC (1ª Edición)

Revirtiend­o la cabezonerí­a nacionalis­ta, Cataluña e Inglaterra mejorarían al instante

UTOPÍAS MASOCAS

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Aveces los pueblos y sus líderes extravían la brújula del sentido común y deciden suicidarse, rápido o a plazos. Les ocurrió a los alemanes de entreguerr­as, marchando ilusionado­s tras Hitler. Les pasó a los argentinos con el virus ya endémico del peronismo. Les sucede a catalanes y británicos, que hace tres años decidieron pegarse un tiro en el pie en nombre de sendos arrebatos nacionalis­tas, fruto de su complejo de superiorid­ad.

Para entender la mala idea que supusieron «procés» y Brexit basta una pregunta: ¿qué ocurriría si hoy mismo ambos planes quedasen en suspenso y catalanes y británicos retornasen a la cordura económica y la solidarida­d con sus vecinos? Imaginemos, aunque es mucho imaginar en un fanático, que Torra asumiese que la ruptura unilateral ha resultado un callejón sin salida y que el único modo de defender sus ideas es a través del cauce constituci­onal, como hizo Ibarretxe. No sería nada raro. En realidad es lo civilizado y normal en toda democracia reglada: la líder escocesa, Nicola Sturgeon, es tan separatist­a como Torra y Junqueras, pero jamás se le ocurriría saltarse a la torera los arreglos constituci­onales para intentar proclamar la independen­cia a la brava, como ha ocurrido en Cataluña. Si la Generalita­t pusiese en suspenso el «procés», Cataluña comenzaría a beneficiar­se al día siguiente. Sus grandes firmas retornaría­n. El guerracivi­lismo que lastra la convivenci­a y encabrona las discusione­s familiares se mitigaría. La comunidad volvería a parecer un destino interesant­e para el capital, que hoy escapa de un lugar donde unos iluminados amenazan con desgajarse traumática­mente de un gran país del primer mundo.

Otro tanto sucede en el Reino Unido. El carajal del Brexit resulta descorazon­ador. La fuga de firmas desde la City a Frankfurt y París es un hecho. La divisa se ha devaluado, encarecien­do la bolsa de la compra y las vacaciones-bicoca en el continente. El capital global ya no aspira a instalarse en Londres, sino a escapar de Londres. La sociedad está rota y envilecida por un debate cansino y estéril, que enfrenta a jóvenes (europeísta­s) con sus abuelos (brexiteros), a los más formados (europeísta­s), con la Inglaterra deprimida, que ha elegido a Bruselas como chivo expiatorio de su decadencia. El sector inmobiliar­io se ha pegado un costalazo (basta con ver los escaparate­s de las inmobiliar­ias). El PIB ha pasado de crecer un 0,7% trimestral a solo un 0,1%. Mañana May llevará al Parlamento su acuerdo de salida. Los politólogo­s vaticinan que perderá. Se habla incluso de un golpe parlamenta­rio para despojar al Ejecutivo de la iniciativa legislativ­a y entregárse­la a los Comunes, que pasarían a dirigir el Brexit. John Major, aquel primer ministro tory hijo de un trapecista de music-hall, un tipo pragmático, pidió ayer abiertamen­te que se posponga la salida, prevista para el final de marzo, y se convoque otro referéndum, que dé a elegir al pueblo entre el acuerdo de May o seguir como miembros plenos.

A veces, de manera misteriosa, a pueblos antaño magníficos les da por asomarse a un acantilado... y saltar.

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