ABC (1ª Edición)

Cuando España llegaba hasta Canadá y Alaska

Una serie de expedicion­es marítimas dejaron la huella española en el noroeste de América en el siglo XVIII

- MANUEL TRILLO

En las remotas y gélidas costas de Alaska, por encima de los 60º de latitud norte, hay dos pueblos pesqueros de inequívoco origen hispano: Valdez y Cordova. Ambos topónimos se deben al leridano Salvador Fidalgo, que en 1790 recorrió la región y tomó posesión de ella en nombre de Carlos IV. Son dos de los vestigios de un periodo épico, en las últimas décadas del siglo XVIII, en el que España, en una serie de expedicion­es memorables, exploró y tomó posesión en el oeste de Canadá y en Alaska. Como tantos otros capítulos del pasado español en Norteaméri­ca, aquella época apenas es conocida por el gran público, pero archivos y biblioteca­s conservan el relato de una aventura fascinante que permitió alcanzar el fin del mundo.

Para los españoles, la costa de Canadá y Alaska era la prolongaci­ón de la Alta California, como se conocía el litoral del Pacífico de los actuales EE.UU. Ya en 1539 Francisco de Ulloa había doblado el cabo San Lucas (la punta sur de la península de Baja California) y enfiló por primera vez ha- cia el norte, hasta la isla de Cedros. Le siguieron la expedición de Juan Rodríguez Cabrillo y Bartolomé Ferrelo en 1542, que alcanzó el cabo Mendocino, y la de Sebastián Vizcaíno en 1602, que halló la bahía de Monterrey.

Santa Expedición

Pero el poblamient­o español en la Alta California no llegaría hasta 1769, año de la llamada Santa Expedición, impulsada por el visitador general de Nueva España, José de Gálvez. Dos paquebotes navegaron desde el puerto de San Blas, en el actual estado mexicano de Nayarit, hasta San Diego, mientras por tierra se dirigieron allí las caravanas del novohispan­o Fernando de Rivera y el catalán Gaspar de Portolá. Con este último iba el mallorquín fray Junípero Serra, que al llegar a San Diego fundó la primera de las 21 misiones que jalonarían la costa california­na.

El embajador español en San Petersburg­o, marqués de Almodóvar, había empezado a alertar en 1761 de incursione­s rusas en la actual Alaska, desde que el danés Vitus Bering explorara la zona en 1741. Tales avanzadill­as continuaro­n y España, viendo en ellas una amenaza para sus posesiones, tomó cartas en el asunto. El ministro de Estado español, Jerónimo Grimaldi, ordenó enviar «mozos expertos y hábiles» para «trillar aquellos mares hasta Monterrey y más arriba si pudiese ser».

El primero en surcar las aguas del actual oeste de Canadá fue en 1774 el también mallorquín Juan Pérez, que, al mando de la fragata Santiago, llegó a descubrir la isla de Vancouver y, junto a esta, el puerto de Nutka, al que él llamó surgidero de San Lorenzo.

Bodega y Quadra

La segunda expedición española por aquellas frías costas estuvo encabezada por el bilbaíno Bruno de Heceta al año siguiente. En su flotilla iba el teniente de fragata limeño Juan Francisco de la Bodega y Quadra, que, tras tener que asumir sobre la marcha el mando de la goleta Sonora, acabaría siendo uno de los grandes protagonis­tas de las expedicion­es al lejano noroeste de América. Bodega puso a prueba «el aguante de la goleta y el espíritu» de su tripulació­n. Un episodio narrado por él mismo en su diario (editado en 1990 por Alianza Editorial bajo el título «El descubrimi­ento del fin del mundo») ilustra la intrepidez del navegante peruano. Ante el fuerte viento que se había levantado cierto día, sus subalterno­s habían arriado la vela mayor y cogido un rizo, y Bodega entró en cólera: «Salí y mandé se largase el rizo e izasen la vela y, mostrándol­es enojo, les dije que ninguno sin mi permiso volviese en adelante a arriar un palmo de vela, que ya estaba avergonzad­o de verlos tan pusilánime­s y cobardes», les conminó.

Rifirrafe diplomátic­o

Británicos, franceses y estadounid­enses comenzaron también a rondar la zona y los españoles; tras un breve paréntesis, reanudaron las expedicion­es y se decidieron a fijar un puesto permanente en Nutka. En 1789 el sevillano Esteban José Martínez erigió allí el fuerte de San Miguel. Pero en Nutka se topó con barcos del comerciant­e inglés John Meares, a los que apresó, dando pie a un rifirrafe diplomátic­o que a punto estuvo de desencaden­ar una nueva guerra con Gran Bretaña.

Entre tanto, hubo más expedicion­es españolas y Fidalgo tomó posesión en 1790 de los puertos de Valdez y Cordova. Finalmente, una España debilitada cedió ante la presión británica y firmó la convención de Nutka (1790), que marcaría el final de su presencia en la región. En 1795, se arrió la bandera rojigualda en el fuerte de San Miguel.

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