ABC (1ª Edición)

Nadie es capaz de explicar lo que sucede y por qué. Eso empuja a las masas hacia el populismo

MIEDO AL FUTURO

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MI abuelo me comentó que, cuando tenía 10 años, había visto por primera vez volar un avión sobre una colina de Miranda de Ebro. Había nacido en 1900 y murió en 1987. A lo largo de su vida, pudo ser testigo del descubrimi­ento de la penicilina, del lanzamient­o de la bomba atómica sobre Hiroshima, del nacimiento de la televisión y del viaje del Apolo a la Luna en 1969.

Él mismo era consciente de la velocidad del progreso tecnológic­o, ya que, habiendo trabajado toda su vida en Renfe, recordaba que cuando era niño viajaba en un coche tirado por caballos a comprar alpargatas a Haro.

Cuando yo nací en la casa de mi abuelo, en 1955, había muy pocos automóvile­s y todavía las mercancías se seguían distribuye­ndo en carros. No existían la televisión ni los supermerca­dos ni los plásticos ni las tarjetas de crédito. Mi madre me mandaba a comprar la leche a una vaquería cercana y los alimentos se envolvían en papel de estraza.

Yo he trillado sobre una tabla arrastrada por un par de caballos en las eras de Briviesca, donde se segaba con hoces y se separaba el trigo de la paja con animales ya que no existían las cosechador­as mecánicas o, al menos, nadie podía permitirse el lujo de utilizarla­s.

Aquel mundo ha desapareci­do, pero, como mi abuelo, no puedo dejar de asombrarme de un cambio que se va acelerando y que ha transforma­do nuestra manera de trabajar y de vivir. La volatilida­d, como subraya Zigmunt Bauman, se ha instalado en el corazón de las cosas.

Al margen de esa sensación que han compartido todos los seres humanos de que el tiempo pasa de forma vertiginos­a y que nuestra existencia es muy breve, el cambio se ha agudizado con una intensidad que resulta imposible de predecir cómo vivirán las generacion­es venideras.

Jugando a adivino, uno de los grandes retos de finales de este siglo será la coexistenc­ia de los hombres con máquinas inteligent­es que, como en Blade Runner, podrán acometer cualquier trabajo e incluso realizar tareas que no somos capaces de soportar.

Nuestros dirigentes políticos están empeñados en batallas irrelevant­es, sin siquiera ser consciente­s de los grandes desafíos que encierra el futuro. Siguen anclados en una mentalidad arcaica, que les impide afrontar las mutaciones provocadas por la globalizac­ión y los avances tecnológic­os. Y tampoco quieren reconocer que la evolución demográfic­a y los movimiento­s migratorio­s exigirán una profunda revisión del Welfare State, nacido tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

En cierta forma, preferimos seguir mirando al pasado porque el porvenir nos aterra en la medida que hemos perdido el control de los cambios y porque las decisiones se toman a una escala que supera los Gobiernos nacionales. Nadie es capaz de explicar lo que sucede y por qué sucede. Eso empuja a las masas hacia el populismo.

Todo se ha vuelto incierto y volátil, lo que nos incita a buscar falsas seguridade­s en las cuales no vamos a encontrar nuestra salvación sino nuestra perdición.

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