ABC (1ª Edición)

Once tiros a una mujer y a los ocho años, primer permiso

ALGO FALLA

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TODOS los indicios que cercan a Eduardo Zaplana indican que pudo haber incurrido en prácticas corruptas, tal y como durante años venía susurrándo­se en mentideros políticos. Personalme­nte no tengo una buena considerac­ión moral de su figura, lo reconozco. Pero a día de hoy no pesa condena alguna sobre él, pues todavía no ha sido sentenciad­o. Lo que sí pesa sobre él es una leucemia, que a sus 62 años puede compromete­r su vida. ¿Qué hace encarcelad­o (si bien en aislamient­o hospitalar­io desde hace un mes) cuando padece un problema de salud que podría resultar terminal y cuando su mujer también está aquejada de idéntica enfermedad? ¿Por qué se aplica en España la prisión preventiva de un modo tan abusivo, con daños que no podrán ser reparados si más tarde el acusado resulta inocente? ¿Cuál es la entraña de una juez que se niega a que una persona que sufre una enfermedad gravísima, y que no supone peligro alguno para la sociedad, espere su sentencia en su casa, o en el hospital? ¿Qué extraño ánimo mueve a esa magistrada, que ha desoído las peticiones de clemencia de políticos de PP y PSOE, quienes en un hermoso gesto han puesto una elemental humanidad por encima del cainismo partidario para pedir la libertad del preso enfermo?

En España, el principio de presunción de inocencia se está convirtien­do en un chiste (gracias, Rivera); y además los delitos de cuello blanco son castigados con un ensañamien­to que contrasta con el baremo laxo que a veces se aplica a la violencia. Nada hay más valioso que una vida. Por lo tanto, nada debería penarse más que privar a una persona de ella. En 2003, José Javier Salvador, celoso de su mujer, con la que tenía tres hijos pequeños, la mató en su pueblo de Teruel de once disparos de escopeta. Ella tenía 29 años. Los dos últimos tiros se los pegó en la frente para rematarla. Fue condenado a solo 18 años de cárcel (y digo «solo», porque a Correa, por ejemplo, le han caído 52 por una de las causas de la Gürtel).

Ocho años después de su crimen, Salvador ya se dio su primer paseo por las calles, merced a un permiso concedido por un juez en contra del criterio de la junta de evaluación de la cárcel de Teruel. En enero de 2017, el asesino salía en libertad provisiona­l (también por cortesía de un juez que desoyó a una junta carcelaria, esta vez la de Zuera). Los doce tiros a bocajarro a su mujer solo le costaron doce años y siete meses en la cárcel. Como es sabido, esta semana ha matado a otra persona, la abogada que lo había defendido en el caso anterior y que acabó trabando una relación amorosa con él.

Anoche los españoles sufrimos el mazazo del veredicto contra nuestro compatriot­a Pablo Ibar, que lo vuelve a acercar a la inyección letal. Hay algo siempre sobrecoged­or en la pena de muerte –hoy ya rechazada por la Iglesia católica–, y más cuando se pretende aplicar como una venganza en frío 24 años después de los hechos. Pero debe existir un justo término medio entre el implacable modelo estadounid­ense y la burla española, donde la vida de una mujer (o de un hombre) es calderilla para algunos jueces.

(PD: ¿Alguien va pedir responsabi­lidades a los jueces que tan imprudente­mente dejaron salir a la calle a Salvador? ¿O es que aquí nadie juzga a los jueces?).

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