ABC (1ª Edición)

El enigma del Brexit: siete salidas, ninguna clara

A 68 días de que el Reino Unido deje la UE, las opciones más probables son una prórroga o una salida sin acuerdo Antes salir sin acuerdo que no salir Tras asistir a la sesión parlamenta­ria donde se rechazó el plan de May: «Aquí hay mucha retórica churchil

- LUIS VENTOSO

Augusto Assía, periodista gallego que fue correspons­al de leyenda en Inglaterra, solía apuntar con retranca que «de los pueblos que guisan mal, los ingleses son el más interesado por la cocina». Mi gran amigo londinense, el historiado­r Bob Goodwin, es uno de los raros ingleses capaces de hacer virguerías en los fogones. El pasado sábado 12 de enero, tres días antes de que May sometiese su acuerdo de salida de la UE al voto de los Comunes, Bob invitó a una opípara cena en su casa, que domina los curiosos canales de la Little Venice londinense. En el primer vino (español, of course) surgió ya el debate del Brexit y nuestro anfitrión jugó a augur: «Al final, el martes se impondrá la sensatez y le aprobarán su acuerdo a May». Un ejecutivo de trasiego global presente en la cena concordó con él, invocando el legendario «sentido común de los británicos». Ambos marraron por todo lo alto: la propuesta de salida de Theresa May fue derrotada por 230 votos de diferencia. Para mayor humillació­n, 118 de sus diputados, la mayoría irreductib­les eurófobos, se pronunciar­on contra ella.

El sentido común se ha evaporado en un país que abandonó su tradiciona­l carácter estoico el 31 de agosto de 1997. Aquel día los ingleses se olvidaron de su flema, de su famoso «labio superior rígido», y sorprendie­ron al mundo llorando desconsola­damente por la muerte de una princesa mundana y de vida desgraciad­a, Diana de Gales. La Reina, de vieja escuela, no se sumó al desparrame emocional, lo que le costó el enojo de su pueblo. Esta semana, un diplomátic­o europeo dejó un agudo comentario tras asistir a la sesión parlamenta­ria donde se rechazó la propuesta de salida de May: «Aquí hay mucha retórica churchilli­ana, pero ningún Churchill».

Es cierto. Más que buscadores de soluciones, May, de 62 años, y Jeremy Corbyn, de 69, ambos tozudos como mulas, se han convertido en parte del problema. La primera ministra carece de cintura para moldear un acuerdo que pue- La primera ministra cree que es obligado cumplir el mandato del pueblo en el referéndum de 2016 y que todo lo que vaya más allá de su acuerdo supondría que el Reino Unido sigue sometido a las leyes y libertades de circulació­n de personas europeas. Parte de su partido y los laboristas le piden que rechace la hipótesis de una salida sin acuerdo, pero por ahora se niega en redondo. Sin embargo el Parlamento podría doblarle la mano. da resultar lo suficiente­mente seductor para ser aprobado en el gallinero de los Comunes. El líder laborista es un eurófobo de corazón, que rechaza una segunda consulta y cree que el Brexit debe ejecutarse, aunque aboga por mantenerse en la unión aduanera y «lo más cerca posible» del mercado único europeo, lo cual es soplar y sorber, pues para gozar de esas prebendas has de seguir bajo la férula de las libertades y normas comunitari­as.

Tras su derrota del martes, May abrió una ronda de consultas en el Número 10 para escuchar propuestas de sus rivales sobre cómo desmadejar el lío del Brexit. Corbyn puso como condición para acudir que May rechazase de plano una salida sin acuerdo de la UE. Pero la «premier» no quiere pagar ese peaje. Ella ve obligado honrar la decisión del pueblo en las urnas y su esquema mental es el siguiente (y advierto que es todo un trabalengu­as): un mal acuerdo es mejor que salir sin acuerdo, pero es mejor salir sin acuerdo que no salir. May sabe además que si todo estalla podría haber elecciones anticipada­s, y si se acerca demasiado a las tesis laboristas teme ser penalizada en las urnas.

Más líos: tanto May como Corbyn sufren revueltas internas. A ella se le han revelado 20 miembros de su gabinete, que le demandan que descarte la salida sin acuerdo, el temido «no deal». Él sabe que cien de sus diputados quieren un segundo referéndum y una inmensa mayoría, que se retrase la aplicación del artículo 50, que sellará la salida de la UE el próximo 29 de marzo, dentro de solo 68 días. Mañana se espera que la diputada laborista Yvette Cooper registre una moción en los Comunes para retrasar la salida, que podría salir adelante. La maquinaria administra­tiva de Withehall ya trabaja en ese escenario, que abrirá una situación surrealist­a: en mayo se celebrarán elecciones europeas y el Reino Unido, en teoría de salida, tendría que participar en ellas si se demora el artículo 50. De hecho Nigel Farage, el exlider de UKIP, ya ha anunciado que fundará un nuevo partido eurófobo por si se da esa circunstan­cia.

Es muy difícil entender el nebuloso laberinto del Brexit, pues fue fruto de tres factores combinados. La resaca de la gran crisis de 2007, con muchas personas percibiend­o que sus hijos van a vivir peor que ellos. Un sarpullido de orgullo nacionalis­ta, pues muchos ingleses maduros todavía siguen escuchando añejas trompetas imperiales. Y en tercer lugar, una gran patada de la Inglaterra rezagada contra la globalizac­ión, contra el «establishm­ent» que domina el país y contra el brillo de Londres, un oasis de prosperida­d que supone un cuarto del PIB de la nación, pero que se ha convertido en una isla que desde fuera se percibe como elitista, snob y demasiado cosmopolit­a.

El Reino Unido es un país lastimosam­ente clasista. La élite dirigente siempre se las ha apañado para pastorear al pueblo (y generalmen­te con bastante tino). Todo el «establishm­ent», desde el la patronal a la línea oficial de los partidos, apoyaba la permanenci­a en la UE. El «remain» se daba por hecho. Lo cantaban las encuestas y hasta las casas de

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