PACTOS POSTELECTORALES
«Desde 1977 he defendido la necesidad de cambiar la ley electoral española para evitar desigualdades acercándola a la que es propia de la mayoría de las democracias occidentales, y al distrito unipersonal, de manera que los electores voten directamente a la persona que quieren que les represente»
LA confluencia de cuatro elecciones, legislativas, europeas, autonómicas y locales, en el plazo de un mes, con cinco partidos nacionales con representación en los cuatro niveles, además de los regionales, con el antecedente inmediato de una moción de censura que desalojó al gobierno de España y lo sustituyó por otro con solo 84 diputados y un apoyo ideológico más variado que los colores del arco iris, ha conducido a la sociedad española a una situación no solo inédita e insólita, sino de gran confusión e incertidumbre.
La primera conclusión es que el partido que ha ganado las elecciones legislativas, de donde tiene que salir el próximo presidente del Gobierno de España, ha obtenido algo más de 7 millones de votos, de un electorado de más de 36 millones. Por tanto, ese partido, y también su líder, tienen el respaldo del 20 por ciento del electorado. O sea, cuatro de cada cinco electores españoles no han querido que ese líder sea su presidente.
Otra cosa es que ahora llega la hora de las negociaciones y chalaneos para tener el apoyo de la mitad más uno de los diputados electos al Congreso de los Diputados, o en última instancia, de la mayoría simple de la Cámara, si no hay una alternativa que cuente con una mayoría superior. Es decir, son ahora las cúpulas de los partidos las que están negociando, en el sentido literal del término (nada que ver con ideologías, programas electorales, o intereses y preferencias de los ciudadanos-electores-votantes-pagadores de impuestos). Pero, ¿cómo saben las cúpulas de los partidos cuáles son las preferencias o intereses de quienes les han votado?, ¿o dan y toman teniendo en cuenta solo sus propias preferencias e intereses como cúpulas de los respectivos partidos? ¿Cómo podemos saber los ciudadanos-electores-votantes-pagadores de impuestos, qué es lo que las cúpulas de los partidos dan y toman a cambio en esos chalaneos de feria?
Es evidente que los ciudadanos-electores-votantes-pagadores de impuestos somos solo espectadores y monedas de cambio, no somos ciudadanos decisores. Por supuesto no estoy aquí planteando la necesidad de una democracia plebiscitaria permanente, ni mucho menos. Solo planteo que si votamos a un partido (por no hablar de los que no han votado o han votado en blanco porque ninguna de las candidaturas les han animado a dar su apoyo a ninguna opción), nos gustaría poder decir cuál es nuestra segunda preferencia, es decir, con quién o quiénes queremos que el partido al que hemos votado llegue a algún acuerdo de gobierno. Tanto los políticos que forman parte de la cúpula de los partidos, y en muchos casos algunos comunicadores, o incluso medios de comunicación, empresas, bancos y otros «stake holders» nacionales o extranjeros, parecen sustituir la voluntad de los ciudadanos-electores-votantes-pagadores de impuestos sobre qué pactos apoyamos o rechazamos.
El problema está en la Ley Electoral. Algunos hemos pedido el cambio de esa ley desde su aprobación en 1977. Se dijo que era provisional, solo para las primeras elecciones, debido a que los españoles carecíamos de cultura política. Pero tanto el PP como el PSOE han tenido la responsabilidad del gobierno de España desde 1982, a veces con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, y no la han cambiado, a pesar de que la propia Constitución prevé la reforma de cualquiera de sus artículos, uno a uno sin que sea necesario cambiarla entera. Por mucho que algunos quieran confundirnos, se pueden cambiar uno, varios o muchos artículos de la Constitución sin que ello implique cambiar de Constitución. Y conviene recordar también que la UCD gobernó dos legislaturas sin tener mayoría absoluta, lo cual evidentemente es más difícil.
La Ley Electoral vigente no garantiza una representación igual de todos los ciudadanos, no a causa de la famosa regla (que no ley) D’Hont, que lo único que hace es facilitar la asignación rápida y sencilla de escaños proporcionalmente a los votos obtenidos por cada partido, sino por el establecimiento de la provincia como circunscripción electoral y por la asignación de dos escaños a cada una, con independencia de cuál sea su población, (más un escaño a cada una de las dos ciudades de Ceuta y Melilla), repartiéndose los restantes 248 escaños (hasta 350) proporcionalmente a su población. Por ello, y llevando las cosas al absurdo, si en la actualidad una provincia no tuviese ningún elector, es decir, ningún habitante con 18 o más años y derecho a voto, seguiría teniendo derecho a dos escaños. Esta falta de proporcionalidad ha llevado a que los partidos nacionalistas, que concentran sus votos en solo una o varias provincias, obtengan muchos más escaños que partidos nacionales con muchos más votos. En resumen, la vigente ley favorece a dos partidos nacionales (que han sido el PSOE y el PP) y a los partidos regionales principalmente, pero no exclusivamente, catalanes y vascos. Y también da un poder excesivo a las cúpulas de los partidos, que son quienes confeccionan las listas de candidatos a las elecciones. En las primeras elecciones hemos votado conociendo a los cabezas de lista de los partidos y también a varios de los componentes de cada lista. No obstante, según las investigaciones postelectorales que he llevado a cabo desde 1993, más del 75% de los votantes no conocen, o mencionan erróneamente, el nombre del primero de la lista que han votado. Pero ahora es todavía peor, porque la tendencia al presidencialismo caudillista que se ha instaurado en todos los partidos, ha conducido a que la propaganda electoral se centre de forma casi exclusiva en el líder del partido, incluso en las elecciones municipales, de manera que los electores votan la sigla del partido, sin conocer para nada a los integrantes de cada lista, con frecuencia ni siquiera a quien la encabeza.
Desde 1977 he defendido públicamente la necesidad de cambiar la ley electoral española para evitar esas desigualdades, y el excesivo poder concedido a los líderes caudillistas de cada partido, acercándola a la que es propia de la mayoría de las democracias occidentales, y concretamente al distrito unipersonal, de manera que los electores voten directamente a la persona que quieren que les represente, no a un conjunto de personas, solo a una. Ese sería el sistema inglés, el que tiene más votos, tenga o no el respaldo de más de la mitad de los votantes, gana el escaño. Una variante es la francesa, que establece que si ningún candidato (debido al multipartidismo) obtiene el respaldo de la mitad de los votantes, debe haber una segunda votación, en la que solo participan los dos candidatos con mayor número de votos en esa circunscripción. De esa manera, los electores son quienes deciden los pactos, pues dan su voto a uno de los dos partidos, sin que lo hagan las cúpulas del partido al que han votado. Además, este sistema garantiza que el candidato elegido tenga el respaldo de al menos la mitad de los votantes, lo que evita la frase habitual en España de que los representantes «no nos representan», pues si un candidato ha obtenido el apoyo del 50% o más de los votantes, es obvio que representa a la mayoría. La variante alemana incluye además la posibilidad de que un reducido número de escaños se elijan en listas nacionales, como se hace habitualmente en las elecciones europeas.
Cualquiera de los tres modelos me parecería mejor que el actual, pero es cierto que personalmente preferiría el sistema francés. Lo que no es de recibo es que las cúpulas de los partidos negocien ahora, a espaldas de los ciudadanos, los pactos de gobierno, intercambiando pactos nacionales, regionales y municipales como si fueran cromos de jugadores de futbol. Son nuestros votos los que negocian en el mercado negro.