ÚLTIMAS MAESTRAS
Una reliquia se extingue: la visión del magisterio como único modo digno de hacer amable la vida, ya que no perfecta
LA enseñanza inició su naufragio en España el día en que un avispado ministro dictó que los maestros fueran travestidos en «profesores de educación general básica». Fue, creo, en el año 1970. Cuando un gobierno franquista abrió, con la Ley General de Educación (LGE), el desplome que otro gobierno, socialista, consumaría en 1990 con la LOGSE. Se abrió este mundo neo-bárbaro de ahora. Sobrevivieron minúsculos núcleos de resistencia, pliegues imprevistos en la monotonía del paisaje. El más armónico de ellos acaba de ser allanado: el Colegio Estilo ha anunciado su cierre. Con él, una reliquia se extingue: la visión del magisterio como único modo digno de hacer amable la vida, ya que no perfecta.
Lo fundó Josefina Aldecoa, en un tiempo en el cual vallar ese pequeño paraíso frente a un mundo de grisura hostil era un milagro. En la España de 1959, una pequeña escuela innegociablemente liberal y laica parecía una aventura insensata. Cuarenta años más tarde, cuando mis hijas forjaron allí el que tal vez haya de ser el único paraíso que vivirá en su nostalgia, la existencia
de una cosa como aquella seguía maravillando. Un espacio reducido: el de dos pequeños chalets en el barrio del Viso madrileño. Treinta enseñantes para doscientos alumnos. Y, sobre todo, la certeza inequívoca de que el saber es alegre, de que el conocimiento es lo único que de verdad hace la vida tolerable, de que sólo a la inteligencia y a la belleza es digno que un hombre libre rinda culto. En el mundo analfabeto en cuyo fango hemos varado, la del Colegio Estilo fue la última utopía respetable: la de una exquisitez sin fisuras, la de un rigor poético que sólo puede habitar en las cabezas que, desde muy niñas, fueron pacientemente adiestradas en amar arte y libros. Una exquisitez maravillosamente anacrónica: la que lo apuesta todo a la estética; a la ética, por tanto.
Josefina Aldecoa se sabía heredera de una tradición truncada. Y su tan vanguardista colegio fue por ello siempre un canto de amor al viejo magisterio. Y una elegía en la hora de su extinción; una elegía que ocupó también lo mejor de su elegante obra narrativa. Para mí, que vengo de una de aquellas familias de viejos maestros, entrar en el Colegio Estilo era casi como retornar a casa. O, más exactamente, hallar todo aquello que en mi infancia no pudo ser y con lo cual soñaron en su día mis mayores: la serenidad de abrir los ojos a todo, de todo darlo a sopesar, de ser de alguna manera libres en el único modo en que eso no es una fatídica utopía: conociéndolo todo.
No había allí esas fastidiosas maquinitas que embrutecen hoy masivamente a los niños. No había ni un átomo de la retórica imbécil que contrapone felicidad infantil y aprendizaje. Había libros, había belleza. Había devoción por ambas cosas. Y los niños adoraban aquello: al colegio y a Josefina y, más tarde, a su hija Susana. Y aprendían, sin saberlo, un axioma socrático: que la ignorancia y el mal son lo mismo.
Fue un sueño. Un sueño de sesenta años. Los que tuvieron el privilegio de soñarse en él, saben que decidió sus vidas.