ABC (1ª Edición)

GALLOS

Rivera y Valls son demasiado altivos para aceptar errores y compartir sitio. El segundo aún puede acabar de ministro

- IGNACIO CAMACHO

MANUEL Valls tuvo, y desperdici­ó, una oportunida­d de evitar su antipática elección entre Ada Colau y Ernest Maragall: haberle ganado las elecciones al menos a uno de los dos. Es lo que se esperaba de él, en teoría un buen candidato cuyo potente perfil antinacion­alista y pragmático prometía reforzar el papel de liderazgo constituci­onal que en Cataluña había asumido Ciudadanos. Pero su campaña y sus resultados han sido un fiasco. En vez de aglutinar todo el voto españolist­a a la derecha del PSC se empeñó en disputarle­s a los socialista­s el espacio, guiado tal vez por su propio instinto biográfico. El saldo de la experienci­a es un severo fracaso: ha quedado el cuarto de seis y sólo ha conseguido sumar a Cs un paupérrimo escaño. El partido que ganó la confianza de los catalanes ante un golpe de Estado se ve así reducido en la capital a un triste papel secundario, sin más consuelo que el de cerrarle el paso al independen­tismo republican­o apoyando a una alcaldesa populista que en agradecimi­ento por el gesto ha colgado en la fachada consistori­al un enorme lazo. Como balance no parece un hito memorable, habida cuenta de que además ha provocado la fragmentac­ión en dos trozos de un grupo de concejales ya de por sí escaso.

Claro que no toda la responsabi­lidad es de Valls y su improducti­vo giro a la izquierda, que en el fondo entroncaba con el origen ideológico de la formación que lo escogió como apuesta. Cs ha defraudado la ilusión masiva que suscitó tras la revuelta y esa frustració­n tiene mucho que ver con la pésima gestión del éxito que ha hecho Albert Rivera. Primero malversó la victoria al frenar la posibilida­d de que Inés Arrimadas se presentase, siquiera testimonia­lmente, a la investidur­a como presidenta. Luego descartó una moción de censura contra un Torra sometido al desvarío vicario del prófugo de Bruselas, y por último ordenó el traslado de la propia Arrimadas a Madrid dejando a sus votantes en una orfandad perpleja, descabezad­os en su penoso esfuerzo de resistenci­a. En esas condicione­s la opción por el ex premier francés, que era a priori una excelente idea, nació sujeta por una cadena de torpezas y errores de inmadurez estratégic­a.

El divorcio estaba escrito: se trata de dos gallos demasiado altivos para admitir desacierto­s y aún más para compartir el mismo sitio. Su alianza de convenienc­ia se ha quebrado al primer roce: ya no les une ni el común enemigo. Rivera ha trazado un rumbo distinto, que pasa por Madrid más que por Barcelona, en la lucha contra el separatism­o, y Valls no ha entendido los pactos con Vox porque en su mirada sobre nuestra política pesan demasiado ciertos estereotip­os, pero sobre todo porque a una mentalidad socialdemó­crata le cuesta oponerse al sanchismo. Está por ver que, con la contrastad­a afición que el presidente le tiene a los guiños, no acabe su aventura española con una cartera de ministro.

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