ABC (1ª Edición)

DESPUÉS DEL CAVIA

«Y tú, recién llegado, ¿por qué escribes?». Porque nunca he conocido otra forma de tocar lo sagrado

- GABRIEL ALBIAC

¿POR qué escribimos? De un modo menos abstracto: ¿por qué escribo? Anteayer se me vino encima la más grave responsabi­lidad que puede caer sobre un escritor de periódicos en lengua española: la de verme obligado a afrontar la mirada de los 98 cofrades que me precediero­n en la lista de los premios Mariano de Cavia. Y sentirme, no pequeño –eso lo sé de siempre–, diminuto, ante la irónica interrogac­ión de los Pérez de Ayala o Fernández Flórez, del inmenso Gabriel Miró, del ácido Chaves Nogales, de Cossío, de Ruano, de Foxá, de Jacinto Benavente, de Camba, de Ridruejo, de Madariaga; de Alberti, de Alcántara, de Umbral y de Campmany; de Cela, de Arrabal, de Octavio Paz, de Vargas Llosa…; de todos los que leí cuando era yo un crío hipnotizad­o por la literatura. De aquellos, también, que han llegado luego a ser mis amigos y mis interlocut­ores: Garci, Carrascal, Juaristi, Ussía, Camacho, Gimferrer, Savater o el Trías que se nos fue tan antes de tiempo… Me abruma el peso irónico de esas miradas, cuya sonrisa interroga al recién llegado: «Y tú, a ver, ¿tú por qué escribes?».

Sólo un perfecto idiota creería poder responder con claridad a eso. O un perfecto vanidoso: es lo mismo. Escribir, enseñaba Platón, es ir dibujando líneas sobre las aguas: apenas nada que no se agote en su autoironía. Y, sin embargo, en

ese juego que resbala sobre el flujo de un mundo inconmovib­le, el que escribe siente estar jugando su vida. Nunca para ganar. Sí, necesariam­ente, por la fascinació­n del juego: seguir, en la raya de las letras, el curso laberíntic­o de una vida que nunca alcanzarem­os a decir del todo, tratar al menos de decir por qué y de qué manera ese decir la verdad nos rehúye, da esquinazo, se burla de nosotros y nos deja, al fin, el consuelo sólo de haber sido derrotados de un modo elegante.

Hacia 1941, un joven etnólogo francés se sumerge en lo más hondo de la selva amazónica. Ha huido a tiempo del París ocupado por los nazis, en el cual sus iguales judíos serán muy pronto exterminad­os. Al abrigo de ese clausurado mundo fuera del mundo, busca entender las misteriosa­s constantes de lo humano. Y, durante semanas, meses, convive con una de las últimas tribus aisladas de cualquier relación con nuestro universo. Los bororo, nómadas hospitalar­ios, cuyas ajenas costumbres fascinan al aprendiz de sabio, lo adoptan como a un ser extraño pero venerable. Cada día, en la selva, el joven toma su cuaderno y su lápiz, dibuja, anota. Sus anfitrione­s siguen el espectácul­o absurdo de esos gestos, cuya utilidad les aparece como perfectame­nte nula. Y, poco a poco, una palpable reverencia se va asentando en ellos hacia el hombre que, sentado sobre el suelo, juega a trazar sus rayas sin sentido. Y en esos gestos reiterados, que fueron primero risibles, van asentando la vaga percepción de una liturgia. En la cual, como en toda liturgia, habita lo sagrado. Un día, el jefe de la tribu se sienta a su lado, toma un palito y, sobre el suelo, empieza a fingir rayas. Y Claude Lévi-Strauss sabe que el alma de Platón está habitando la mirada del hospitalar­io bororo: escritura, líneas sobre las aguas: exorcismo.

No sueña en cosa alguna quien escribe que no sea en rozar ese oscuro privilegio: que sus fantasmas vivan en otros. Aun en aquel, en aquellos, que para esos fantasmas no poseen nombre. Y eso sólo hubiera osado yo responder a los 98 que me abruman hoy con su irónica bienvenida: «Y tú, recién llegado, ¿por qué escribes?». Porque nunca he conocido otra forma de tocar lo sagrado.

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