AQUÍ NO SE SALVA NI TURANDOT
En el Liceo ya han pasado a la heroína de Puccini por la batidora de la corrección política
UNA vez, tomando un vino blanco en la terraza de un bar detenido en el tiempo de la hermosa ciudad toscana de Lucca, fantaseaba imaginándome lo que sería poder compartir aquel refrigerio departiendo con el hijo más ilustre de la localidad, Giacomo Puccini. Qué personaje, qué imaginación musical y qué singulares andanzas: accidentes de coche, aventuras de caza, adulterios de riesgo y tragedia. Su mujer acusó a la doncella de la casa, Doria, de ser la amante del maestro. Ella, hundida en el oprobio cruel de la época, se suicidó abrumada. Pero más tarde la autopsia reveló que era virgen. Aquella tragedia inspiró a Puccini para abordar el personaje de Liu, la esclava que se quita la vida por amor en «Turandot».
Criado en un universo femenino, pues su padre murió cuando tenía cinco años, al maestro le gustaban las mujeres, el tabaco, los coches –hay quienes sostienen que fue el precursor de los todoterreno– y disparar a los patos en Torre de Lago desde una barcaza (aunque vestido de chaleco y pajarita, por supuesto). Puccini, siempre con su sombrero ladeado y su cigarrete en los labios, puente entre la ópera del XIX y el XX, favorito perenne del público, que sigue demandando una y otra vez sus títulos. Estoy seguro que si pudiésemos compartir aquel vino imposible, el maestro se descojonaría un poco con la revisión políticamente correcta que acaban de perpetrar en el Liceo de Barcelona con uno de sus trabajos señeros, «Turandot», la ópera que dejo inconclusa cuando un cáncer de garganta se lo llevó en 1924.
La historia que recrea «Turandot» tiene un remoto origen, pues se basa en un poema persa del siglo XII. Ha conocido diferentes versiones, incluida la de Schiller, pero resumiendo mucho, el asunto es siempre el mismo: Turandot, princesa gélida, altiva y cruel, exige a quien aspire a casarse con ella que resuelva tres enigmas, y si el aspirante no lo logra, ha de morir. Al final, tras muchos enredos de por medio, el príncipe Calaf supera las pruebas y cae el telón con el triunfo del amor. Así se ha venido contando siempre. Mal. Puro machismo regresivo, indigerible en la era #MeToo. Por fortuna, con motivo del 20 aniversario de la reinauguración del Liceo tras el incendio, el teatro barcelonés ha estrenado un «Turandot» políticamente correcto, feminista y LGTB, que enmienda la perversa versión habitual. Su director, el creador audiovisual catalán Franc Aleu, ha puesto al fin las cosas claras: «Calaf [el personaje del príncipe] actúa como un acosador. No respeta a una mujer que le dice “no”. Y nuestra respuesta es “no es no”». Así que han plantado a Turandot en un decorado galáctico, cruce de Star Trek y Star Wars, vestida como si fuese la Dama de Elche subida a la nave de Han Solo, y la han puesto sexualmente al día. La crítica progresista habla de un «Turandont lésbico». La prensa catalana titula: «Turandot sale del armario».
«Un esperpento –suspira en privado un amigo, director de uno de los mejores festivales operísticos españoles–, si quieren hacer algo nuevo, que lo hagan, pero que no profanen lo que hizo Puccini». ¿Amén?