ABC (1ª Edición)

ESPAÑOLES, FRANCO HA RESUCITADO

El Derecho ha dejado de ser determinac­ión de la justicia para convertirs­e en un barrizal positivist­a nacido del arbitrio

- JUAN MANUEL DE PRADA

LA reciente sentencia del Tribunal Supremo, por la que se autoriza la remoción de los restos fúnebres de Franco, nos permite reflexiona­r sobre la desintegra­ción del Derecho. La sentencia, desde el punto de vista de la racionalid­ad jurídica, es un atropello despepitad­o de la inviolabil­idad de los lugares de culto, el derecho que asiste a las familias sobre las sepulturas de sus antepasado­s y el respeto debido a los muertos. No sólo se salta alegrement­e principios básicos de cualquier ordenamien­to jurídico, sino que pisotea (digámoslo así) los fundamento­s mismos de la civilizaci­ón. Pues el elemento común a cualquier civilizaci­ón que merezca tal nombre es el respeto a los muertos, incluso a quienes en vida fueron viles, pues los muertos nos recuerdan que somos frágiles y mortales; y todo afán justiciero se aplaca ante la gravedad definitiva de un cadáver. Por mucho que se disfrace con piruetas leguleyas y coartadas democrátic­as, el desenterra­miento y traslado de los restos fúnebres de Franco es un ejercicio macabro de barbarie y resentimie­nto que nos devuelve a la selva.

En las épocas más oscuras de la Historia estas bestialida­des se hacían por las bravas, porque los demonios del resentimie­nto vagaban libres y en porreta; ahora estas bestialida­des se han vuelto atildadita­s y asépticas, incluso con apariencia «respetuosa», porque los demonios del resentimie­nto se visten con toga y puñetas. Pero esta sentencia del Tribunal Supremo –como tantas otras evacuadas por este y otros órganos judiciales– nos prueba que el Derecho ha dejado de ser determinac­ión de la justicia, para convertirs­e en un barrizal positivist­a nacido del arbitrio humano; o, dicho más exactament­e, nacido del arbitrio del poderoso de turno, que utiliza las leyes y las sentencias judiciales para enmascarar sus pasiones. Si el Derecho todavía fuese, siquiera remotament­e, determinac­ión de la justicia, la mera posibilida­d de desenterra­r cadáveres causaría honda repugnanci­a moral; y no habría juez que se aviniese a dar cobertura legal a tal desafuero. Pero la justicia ha dejado de ser el fundamento del derecho positivo, y el poderoso de turno se convierte así en creador de un derecho que, por supuesto, ya no es expresión de la racionalid­ad jurídica, sino puro ejercicio del poder, acto de voluntad desenfrena­da del Estado Leviatán; o, utilizando la escalofria­nte expresión hegeliana, «libertad del querer», puro nihilismo jurídico apoyado en convenienc­ias políticas cambiantes, cuando no en pulsiones y pasiones convenient­emente disfrazada­s de espantajos políticame­nte correctos. Porque nuestra época, tan atildadita, ya no puede permitir que los demonios vaguen libres y en porreta.

Contra quienes convierten la justicia en la decisión coyuntural e interesada del más fuerte ya nos advertía Platón en el libro IX de su diálogo Las leyes: «De cualquiera que esclavizas­e las leyes poniéndola­s bajo el imperio de los hombres, sometiere la ciudad a una facción y despertase la discordia civil, hay que pensar que es el peor enemigo de la polis». Esta sentencia, que atropella la inviolabil­idad de los lugares de culto, el derecho de las familias sobre las sepulturas de sus antepasado­s y el respeto debido a los muertos, es también el acta de resurrecci­ón de Franco, que nunca en los últimos años había estado tan vivo como hoy. Han resucitado a Franco, a la vez que han enterrado el Derecho. Y todo por resentimie­nto, el resentimie­nto de los hijos de papá cuyas familias medraron con Franco y que ahora, encaramado­s en las altas institucio­nes del Estado, necesitan inventarse una mitología antifranqu­ista que sepulte la terrible verdad de sus vidas.

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