PROHIBIR EL EDÉN
Porque lo invisible es el edén inexpugnable de la lujuria. Y a ver quién prohíbe lo invisible.
Ha sido la censura, desde siempre, un estímulo sexual. Queremos decir que aquello que en el arte de lo erótico se prohíbe logra rápido un carácter secreto, o clandestino, levemente delictivo, incluso, que acaso es un prestigio. Otra cosa es que tenga fácil escaparate. La censura suele lograr con solvencia lo contrario a lo pretendido, porque si echas sobre un lienzo una túnica ese lienzo es clamorosamente un deseo. La censura otorga, así, a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido, y lo cotidiano suele ser un desnudo, que se torna codiciado, y mitológico, y urgentísimo, justo cuando se persigue su ocultamiento.
La censura gravitó sobre los desnudos de la Antigüedad clásica, que se procuran cándidos, y llega hasta las estampas sexuales de Robert Mapplethorpe, que fotografiaba falos como si fotografiara gladiolos. Lo llevaron alguna vez a los tribunales, hasta que un juez dictó que aquello era una obra de arte. En Florencia, una restauración más o menos reciente de la capilla Brancacci devolvió a Adán y Eva sus genitales hasta entonces ocultados. Citamos algunos casos diversos, a brincos del tiempo, pero hay muchos más, obviamente. De manera que una normativa de la corrección está ahí, siempre, hasta que deja de estar. No disuade de la creación, más o menos osada, sino que más bien la excita. El desnudo femenino ha sido
tolerado, desde la censura, mucho mejor que el masculino, que apenas insinúa los genitales, con lo que el falo ha permanecido retraído y oculto, contra siglos y costumbres, por trastiendas del mundo, primitivo y pornoprehistórico.
A menudo el desnudo, en general, ha sobrevivido antes como canon estético que como opulencia erótica. Desde la estatuaria de Miguel Ángel a los sátiros de Pablo Picasso. Desde las esculturas pompeyanas a los dibujos de Milo Manara, hoy casi un inocente pornógrafo. Cuando el arte se baña en motivos sexuales, viene la censura a aguar la fiesta. O acaso a mejorarla. Porque lo invisible es el edén inexpugnable de la lujuria. Y a ver quién prohíbe lo invisible.