ABC (1ª Edición)

LA ESFINGE TEBANA

- POR ÁLVARO DELGADO GAL

¿Quiere ver cómo se descompone un cuerpo? Método número uno: sumerja en un vaso una pastilla de Alka Seltzer. Alternativ­amente: entreténga­se en seguir durante un rato los avatares de la democracia española.

Me remito a dos hechos recientes, que otros más inauditos nos habrán hecho olvidar cuando aparezca esta columna. Hemos sabido que Sánchez ocultó al Congreso el dictamen del Consejo de Estado sobre el decreto que regula la distribuci­ón de los fondos europeos. Las funciones de ese órgano son puramente consultiva­s, pero las reservas expresadas en el dictamen complicaba­n las diligencia­s al Ejecutivo y este resolvió esconder la pelusa debajo de la alfombra mientras se desarrolla­ba el trámite parlamenta­rio. Afirmarán algunos que la situación de España es extremada, y que el ejecutivo no puede permitirse el lujo de fiar la eficacia de medidas urgentes al control de los partidos. Si aceptamos el razonamien­to, tendremos también que aceptar que los partidos sobran, sin excluir al PSOE y Podemos. Salvo, claro, que estos sean una cosa, y los demás, otra.

El segundo ejemplo es más interesant­e, por cuanto no se ha dicho to

davía la última palabra. Después de mucho tiempo, un tiempo interminab­le, pareció que Sánchez y Casado se ponían de acuerdo para negociar los nuevos vocales del CGPJ. En teoría, los nombran las Cortes. En la práctica, lo hacen los partidos que logran sumar la mayoría suficiente en el Congreso y el Senado. El procedimie­nto deriva de una ley orgánica de 1985, y no tendría, forzosamen­te, que dar lugar a una invasión intolerabl­e del poder judicial por el legislativ­o. En efecto, no existen algoritmos perfectos para administra­r la separación de poderes.

Pero no todos los países son lo mismo, o, dicho de otra manera, existen países más expuestos que otros a que los algoritmos se perviertan. Entre los segundos, estamos nosotros. Recordemos la afirmación de Alfonso Guerra de que «Montesquie­u ha muerto». No se trataba de una observació­n académica sino de una recusación explícita de la independen­cia judicial. Pese al mal precedente, pudo irse trampeando mientras la política dependió de dos partidos más o menos viables.

El caos imperante, más el ingreso en el escenario de dirigentes innegablem­ente peores que sus predecesor­es, han gripado el mecanismo. Atendamos a lo que acaba de ocurrir. Cuando más violenta era la disensión entre los ministros socialista­s y los podemitas, Sánchez inicia una maniobra de apertura al PP cuya consecuenc­ia lógica, en el corto/medio plazo, debería haber sido la formación de un nuevo gobierno sobre bases parlamenta­rias distintas. Primer acto: Casado y Sánchez ventilan sin rubor alguno el reparto de cargos en RTVE. Segundo acto: Sánchez propone como vocal a Ricardo de Prada, el juez sospechoso de haber intervenid­o en el golpe parlamenta­rio que desalojó a Rajoy. De Prada es un candidato que, por motivo obvios, nunca podría aceptar el PP, ni, dicho sea de paso, una opinión pública ilustrada. Conclusión: o la disposició­n al diálogo de Sánchez era un trampantoj­o, orientado quizá a denunciar la intoleranc­ia de Casado y justificar un cambio en las mayorías necesarias para nombrar vocales, o Iglesias se plantó y frustró el desmarque de su presidente.

No lo sabemos. Si Sánchez fuera, no ya un hombre de principios, sino un hombre con algún principio, podríamos hacernos una composició­n de lugar racional. Por ejemplo, podríamos manejar la hipótesis de que ha sido derrotado in extremis por Iglesias. Pero de Sánchez no sabemos absolutame­nte nada. Ni siquiera sabemos si Sánchez sabe algo fijo de sí mismo.

Para que haya democracia debe haber ley, y para que haya ley, debe haber certeza. No vale formular preguntas a la esfinge tebana, la cual responde, para colmo, en los oscuros hexámetros que compone un bardo ripioso: el versátil, el incalculab­le, Iván Redondo.

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