LA ESFINGE TEBANA
¿Quiere ver cómo se descompone un cuerpo? Método número uno: sumerja en un vaso una pastilla de Alka Seltzer. Alternativamente: entreténgase en seguir durante un rato los avatares de la democracia española.
Me remito a dos hechos recientes, que otros más inauditos nos habrán hecho olvidar cuando aparezca esta columna. Hemos sabido que Sánchez ocultó al Congreso el dictamen del Consejo de Estado sobre el decreto que regula la distribución de los fondos europeos. Las funciones de ese órgano son puramente consultivas, pero las reservas expresadas en el dictamen complicaban las diligencias al Ejecutivo y este resolvió esconder la pelusa debajo de la alfombra mientras se desarrollaba el trámite parlamentario. Afirmarán algunos que la situación de España es extremada, y que el ejecutivo no puede permitirse el lujo de fiar la eficacia de medidas urgentes al control de los partidos. Si aceptamos el razonamiento, tendremos también que aceptar que los partidos sobran, sin excluir al PSOE y Podemos. Salvo, claro, que estos sean una cosa, y los demás, otra.
El segundo ejemplo es más interesante, por cuanto no se ha dicho to
davía la última palabra. Después de mucho tiempo, un tiempo interminable, pareció que Sánchez y Casado se ponían de acuerdo para negociar los nuevos vocales del CGPJ. En teoría, los nombran las Cortes. En la práctica, lo hacen los partidos que logran sumar la mayoría suficiente en el Congreso y el Senado. El procedimiento deriva de una ley orgánica de 1985, y no tendría, forzosamente, que dar lugar a una invasión intolerable del poder judicial por el legislativo. En efecto, no existen algoritmos perfectos para administrar la separación de poderes.
Pero no todos los países son lo mismo, o, dicho de otra manera, existen países más expuestos que otros a que los algoritmos se perviertan. Entre los segundos, estamos nosotros. Recordemos la afirmación de Alfonso Guerra de que «Montesquieu ha muerto». No se trataba de una observación académica sino de una recusación explícita de la independencia judicial. Pese al mal precedente, pudo irse trampeando mientras la política dependió de dos partidos más o menos viables.
El caos imperante, más el ingreso en el escenario de dirigentes innegablemente peores que sus predecesores, han gripado el mecanismo. Atendamos a lo que acaba de ocurrir. Cuando más violenta era la disensión entre los ministros socialistas y los podemitas, Sánchez inicia una maniobra de apertura al PP cuya consecuencia lógica, en el corto/medio plazo, debería haber sido la formación de un nuevo gobierno sobre bases parlamentarias distintas. Primer acto: Casado y Sánchez ventilan sin rubor alguno el reparto de cargos en RTVE. Segundo acto: Sánchez propone como vocal a Ricardo de Prada, el juez sospechoso de haber intervenido en el golpe parlamentario que desalojó a Rajoy. De Prada es un candidato que, por motivo obvios, nunca podría aceptar el PP, ni, dicho sea de paso, una opinión pública ilustrada. Conclusión: o la disposición al diálogo de Sánchez era un trampantojo, orientado quizá a denunciar la intolerancia de Casado y justificar un cambio en las mayorías necesarias para nombrar vocales, o Iglesias se plantó y frustró el desmarque de su presidente.
No lo sabemos. Si Sánchez fuera, no ya un hombre de principios, sino un hombre con algún principio, podríamos hacernos una composición de lugar racional. Por ejemplo, podríamos manejar la hipótesis de que ha sido derrotado in extremis por Iglesias. Pero de Sánchez no sabemos absolutamente nada. Ni siquiera sabemos si Sánchez sabe algo fijo de sí mismo.
Para que haya democracia debe haber ley, y para que haya ley, debe haber certeza. No vale formular preguntas a la esfinge tebana, la cual responde, para colmo, en los oscuros hexámetros que compone un bardo ripioso: el versátil, el incalculable, Iván Redondo.