Una final entre silencios
Sevilla vivió una final sin aficiones en una Semana Santa sin procesiones. El duelo vasco no dejó rastro en la ciudad
No es fácil transmitir el ambiente de una final sin ambiente. Sevilla, sin dejar de ser Sevilla, vivió una situación excepcional: una Semana Santa sin procesiones, una final de Copa sin aficiones. Sin gente, la religión se vive de otra forma; pero el fútbol, sin gente, parece que no es nada.
Como un circo a las afueras de la ciudad, un circo que además no se hubiera anunciado y no esperara nadie, la final fue alojada en la isla de la Cartuja, urbanismo más bien remoto, y se vivió fundamentalmente en el lobby de tres hoteles. Fue durante todo el día un asunto estrictamente privado y técnico, de la comitiva profesional que acompaña a un partido así. Un hecho federativo y periodístico.
La estación de Atocha estaba desierta a primera hora de la mañana, pero en el tren a Sevilla se podían percibir algunos signos inequívocos de periodismo deportivo («¡Niño!»). Viajaban reporteros, fotógrafos y cámaras, poco más.
Y Sevilla los recibió ajena, intentando reponerse al trauma de una Semana Santa con pandemia. Las procesiones fueron sustituidas por largas colas a las puertas de algunas iglesias, y los sevillanos, endomingados y de punta en blanco, hicieron vida social en los bares, aunque tampoco mucha. “Esto es una décima parte de un fin de semana normal”, cuantificaba un camarero. «Hemos perdido mucho dinero con la final porque imagínese esto con cuarenta mil vascos, que esos van con los billetes por delante».
De lo mismo se quejaba un taxista: «Trabajo nueve días del mes, porque como no hay trabajo nos lo tenemos que repartir. Aquí la gente tiene paso del legionario, no coge un taxi, y el negocio eran los turistas. Sin ellos, entre semana me dedico a llevar ancianos al médico. Las cosas están mal, pero soy un estoico». Como buen Séneca, quien, por cierto, vio en Córcega indicios de vascuence, de los antiguos cántabros, españoles originarios y primerísimos que habrían extendido así su idioma hasta el mediterráneo. Este estoicismo senequista, en ayunas, podía llevar la imaginación hacia otras formas de ver la final (estilo Ansón): como una españolísima cita entre equipos de alcurnia y llenos de españoles.
Los alrededores de la Catedral estaban tranquilos. La luz sevillana incendiaba los veladores y los coches de caballos esperaban clientes que no llegaban. Los caballos, quietos y meditabundos con sus anteojeras, revelaban la naturaleza eterna y ensimismada de la ciudad. En esos caballos estaba la clave de algo profundo, otro silencio sevillano, casi estival, un silencio alternativo al del fervor religioso. No se oía el paso céntrico de los caballos, solo esos suspiros hondos que sueltan a veces.
El himno, por fin
Había muy pocos aficionados, si es que había. Fueron ‘avistados’ algunas camisetas del Athletic y se dice que, tomando algo, encontraron al legendario sevillista Pintinho. Quizás fueran miembros de algunas de las pocas peñas vascas en la ciudad. También hay algunos sevillanos de la Real, un asunto generacional para quienes tuvieron a Arconada de ídolo. «Mi mejor amigo es de Triana, pero no le llames cuando pierde la Real», contaba un buen anfitrión. ¿Cuántos españoles tuvimos de niño la equipación de la selección de Arconada?
El estadio de la Cartuja cuenta con un hotel y algunas de sus habitaciones dan al campo. No fueron pocos los aficionados vascos que se agenciaron alguna con vistas al césped. Técnicamente, algunos aficionados (probablemente en viaje de trabajo) sí vieron en directo el partido.
A falta de hinchada, estaba la prensa. Alguien en la tribuna llevaba una camiseta con la leyenda «Somos diferentes», uno de los motivos habituales de orgullo del Athletic (una pancarta en la grada, «unique in the world», insistía en ello).
En el primer silencio del estadio, destacaba la voz de tenor de Manolo Lama, que siempre parece el probador de la acústica; su inconfundible coloratura fue sofocada poco a poco por los radiofonistas vascos, que expresaron su pasión en los dos idiomas. Se podía percibir la existencia de un subsistema audiovisual desarrollado y propio.
La megafonía delataba el encallamiento generacional del fútbol. Sonaron Fangoria, Loquillo, Ronaldos, Pistones, Seguridad Social… ¡y Miguel Ríos! ¿No es el fútbol ya una cosa ‘viejuna’, de (efectivamente) personas que llevaron el traje de Arconada?
Cuando se acercaba el inicio del partido, la Federación dispuso el habitual ceremonial: las grandes camisetas, la lona central, la música épica y un narrador que le hablaba a… nadie. La eufórica megafonía se dirigía a un público inexistente, y decenas de señores respondían hablándole al micrófono. Recordaba a un episodio de ‘Black Mirror’, un momento altamente impersonal y tecnológico.
El fútbol audible de la Real
No diremos que de distopía, por supuesto, pero la sensación de extrañeza alcanzó su punto culminante cuando sonó, en pulcro silencio, el himno nacional. No era ‘respetuoso silencio’ porque no había nadie, solo silencio, e incluso se escucharon algunos entusiastas aplausos al final. Habíamos presenciado algo olvidado, algo que muchos no han visto. Por un momento, las notas de la Marcha Real discurrieron sobre los bellos colores txuriurdin y rojiblancos, no como cosas excluyentes, sino compatibles, repotenciadoras. Entendimos que el himno no se respeta precisamente por eso, porque no se puede consentir su simbolismo ni su impregnación sentimental (¡su caricia de españolidad!) sobre ciertos colores y paisajes.
Estábamos ante una Semana Santa sin procesiones, una final sin aficiones, y un himno español sin ultrajes. Ciertamente, era un día excepcional, tan raro que comenzó a llover con una intensidad tropical, no un txirimiri de homenaje, una lluvia torrencial que al cesar dejó el partido en óptimas condiciones de humedad.
El futbol silencioso era una polifonía de locutores, varias voces contando la misma jugada desde distintos puntos de vista. Un coro de ‘deleis’ y contapuntos, ¡voces de rifas! El locutor anuncia el gol como el feriante el premio. Las pausas de publicidad de las emisoras de radio permitían agradables silencios en los que solo se escuchaba la lluvia y la pelota, momentos en los que empezó a cautivar el circuito tocado del juego de la Real. Su clase, que se imponía al bloque bilbaíno, era en cierto modo audible, una forma progresiva de serenidad.
La respuesta de los leones era corajuda, contragolpística, y arrancaba respingos de auténtica pasión en la tribuna. La pasión por el Athletic es muy grande. Cuando había toma y daca, los narradores en eusquera sonaban como raperos virtuosos en zorcicos trepidantes; cuando juzgaba el pitido arbitral, rugían de repente los banquillos.
A medida que los dos equipos se enzarzaban en su lucha fraterna, y que los periodistas, sin ayuda de la grada, encontraban el justo timbre de pasión, el fútbol, que durante todo el día había parecido una actividad clandestina y silenciosa, fue ocupando su sitio, naturalizándose, encandilando a los presentes. Afloró su realidad universal, que la tiene: el laberinto de decisiones que es un partido, su contraste de estilos, el amor a los colores, la voz de la infancia. Las lágrimas bien guardadas.
El lamento de la hostelería sevillana
En condiciones normales, una final entre aficiones vascas hubiera dejado muchos beneficios económicos
Apenas hubo testigos del triunfo de la Real
Fueron contadísimos los aficionados presentes. Se respetó la prohibición y la comitiva fue solo periodística