Votar por dinero, ganar con votos prestados
España juega a las ideologías, a la sobreactuación emocional y al patriotismo impostado cuando la economía no aprieta. Cuando aprieta, entonces el español se palpa el bolsillo, vira de puro miedo y recurre al voto de gestión
LA ultraderecha y el miedo al fascismo, como el amor de la canción, se gastaron de tanto usarlos. Y la mentira, la demagogia, la propaganda obscena y el CIS, también como el amor de la canción, se agotaron de tanto manoseo. Ese empeño obsesivo de la izquierda por retratar un Madrid del 34 iracundo de odio entre rojos y azules forzará a Sánchez a un radical cambio estratégico si pretende que la legislatura le soporte el peso real de sus errores. Si el PSOE hiciera una lectura sincera de los resultados, llegaría a la conclusión de que debe dejar de preocuparle tanto el voto ideológico y ocuparle más el voto de gestión. Ese voto que lamentablemente los españoles solo valoran en época de penumbra y bolsillos vacíos, como la actual.
España juega a las ideologías, a la sobreactuación emocional y al patriotismo impostado cuando la economía no aprieta. Cuando aprieta, entonces el español se palpa el bolsillo y vira de puro miedo. Todo forma parte de un inmenso cinismo nacional. Enredarse en la furia del voto de izquierdas, de centro o de derechas, como si la exaltación del sentimiento extremo fuese la única brújula del poder, es un entretenimiento patrio que seduce cuando todo pinta bien. Influye, naturalmente, y los sentimientos condicionan una parte subalterna del voto. Pero el factor esencial del voto, ese que invita a 100.000 simpatizantes socialistas a confiar en el PP, o a 600.000 de Ciudadanos a olvidarse de tanta regeneración fingida, asoma cuando crecen el abuso de un gasto público desbocado, la miseria de un déficit incontrolable, el pánico real a cada ERE irreversible, o la cirugía fiscal de un
loco del bisturí. Ahí, las ideologías decaen y los liderazgos se desgastan, se vuelven coyunturales y prescindibles. Pablo Iglesias e Inés Arrimadas lo saben bien, y Sánchez, el eterno resiliente de sí mismo, empieza a aprenderlo.
La batalla de las ideas, tan relevante, tan necesaria, es en todo caso demasiado nuclear, demasiado densa y filosófica para el día a día de las terrazas y las tabernas. A menudo el aburguesamiento sociológico y la comodidad del ‘síndrome de la nevera llena’ dan alas a un embaucamiento ideológico del votante, que lo acepta de modo sumiso y motivador. Entonces, se viene arriba y cree formar parte de una suerte de destino en lo universal fragmentándose entre derecha o izquierda, y tomando partido de la batalla de forma proactiva y militante. Hiperventilada incluso. Pero en realidad, la motivación más sincera del voto está en el temor a perder una vida de normalidad, de certeza económica, de seguridad personal y de naturalidad social que creemos perennes e inalterables, pero que a veces peligra. El voto real es contra la recesión, no a favor de una invasión de fachas enardecidos que convertirán Madrid en ese falso infierno dibujado por la izquierda más selecta y elitista vista en un siglo.
Podemos pasarnos años dirimiendo si somos de izquierdas, de centro, de derechas, republicanos, fascistas, comunistas... Pero es secundario. En la España del desguace prima la reparación. Y si es con la libertad real, no la de los eslóganes, mejor. Díaz Ayuso acierta al tomar conciencia de que buena parte de su apoyo es prestado, y que esos 100.000 socialistas que le han votado no son fascistas de extrarradio, sino votantes con miedo a ese abismo al que le condena la izquierda. Tezanos dirá que no. Que son renegados, escoria de taberna. Pero Sánchez tiene dos alternativas, aliarse con Madrid o tomar represalias contra Madrid. Lo primero sería inteligente. Lo segundo, estúpido. No era la democracia lo que estaba en juego, sino la fiscalización de sus mentiras. Madrid ha votado contra el secuestro de la normalidad política por parte de Sánchez e Iglesias. Con pulsión emocional, sí, pero también con rebeldía y hartazgo frente a quienes están vaciando las carteras ajenas en nombre del ‘progreso’. No en nombre de un sacrificio necesario y comprensible, sino del embuste ideológico y de un plan rupturista.
«No era la democracia lo que estaba en juego en Madrid, sino la fiscalización de las mentiras de Sánchez»