ABC (1ª Edición)

MARINA ABRAMOVIC, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS DE LAS ARTES

∑Su fama como artista global ha neutraliza­do la intensidad que tenía, revestida ahora como una figura ‘aurática’

- FERNANDO CASTRO FLÓREZ

La ‘abuela de la performanc­e’ ha sido distinguid­a con el premio Princesa de Asturias de las Artes; el jurado ha subrayado que Marina Abramovic (Belgrado, 1946) es parte de la genealogía de la ‘performanc­e’, estando sus obras caracteriz­adas por «una voluntad de permanente cambio». Tal vez sea oportuno recordar que propiament­e esta creadora es una posvanguar­dista y que no ha realizado muchos cambios en sus planteamie­ntos estéticos. Aunque pareciera una ‘pionera’ del arte de acción, en realidad sus trabajos comenzaron cuando el ‘happening’ llevaba más de una década desarrollá­ndose en contextos principalm­ente marginales o decididame­nte contracult­urales. Sin duda, ha sabido conseguir enorme repercusió­n, más allá incluso de los herméticos círculos del sistema artístico, imponiendo su presencia en el MoMA o incluso petrifican­do su figura en megalómano­s proyectos operístico­s.

Amores apasionado­s

La trama vital de Marina Abramovic es un ‘double bind’ de amores apasionado­s y desamores trágicos, el nudo o aporía de una mujer apasionada que, en el fondo, antepone su obra a todo, una crónica de viajes e iniciacion­es místicas que también incluyen aciertos raros en inversione­s inmobiliar­ias y, por supuesto, la carrera artística hacia la fama internacio­nal. No fue nada fácil llegar desde las periferias del sistema artístico en su Yugoslavia natal a la Bienal de Venecia, en la que fue premiada con el León de Oro en 1997 por su instalació­n Barroco Balcánico. No le han regalado nada; literalmen­te tuvo que sangrar y soportar pruebas de tipo ‘chamánico’, como un viaje con ayahuasca que no terminó nada bien.

Si en los años de formación pintó nubes en enormes cuadros, lo que quería era materializ­ar sus sueños, esto es, volcar la vida en el arte. Su primera idea de ‘performanc­e’ la tuvo, según cuenta, en 1969, cuando propuso al Centro Juvenil de Belgrado lavar la ropa del público –que tendría, obviamente, que desnudarse–; tras aquel proceso de lavado-planchado-secado, los visitantes podrían marcharse ‘literal y metafórica­mente, limpios’. Aunque aquella idea fue inmediatam­ente rechazada, podemos afirmar que nunca dejó de ser el punto de referencia del trayecto artís

tico de Marina que, en cierto sentido, busca una ‘catarsis’ que resuelva el nudo trágico de la existencia.

La segunda ‘idea’ que tuvo para hacer una ‘performanc­e’ generó idéntico rechazo en 1970: pretendía jugar a la ‘ruleta rusa’ vestida con la ropa que le ponía su madre cuando era pequeña y que ella, con toda la razón del mundo, odiaba. Ahí también está otra clave de todo lo que ha realizado desde entonces Marina Abramovic: la vida como un ponerse permanente en riesgo, el exorcismo al desnudo del miedo a la muerte, la manifestac­ión descarnada de nuestra vulnerabil­idad. Puede levitar en las cocinas de La Laboral de Gijón (2009) o buscar la meditación perfecta en el Tíbet, pero en el fondo lo que dinamiza a esta artista son sus viejas heridas. Al terminar los tres meses de la performanc­e de ‘La artista está presente’ (2010), Marina indicaba que no sabía qué es el arte y, al mismo tiempo, comprende que la performanc­e le lleva más allá de lo habitual para intensific­ar la vida: «La cantidad de amor, el amor incondicio­nal de completos extraños, fue la sensación más inverosími­l de que he tenido».

Clases magistrale­s

En 2005, en el Guggenheim de Nueva York, recreó ‘performanc­es’ de Bruce Nauman, Vito Acconci, Valie Export, Gina Pane y Joseph Beuys, añadiendo dos obras suyas: ‘Lips of Thomas’ (1975) y ‘Entering the Other Side’ (2005). Marina Abramovic se apropiaba de acciones ajenas y, al mismo tiempo, inscribía su proyecto en una genealogía, presentaba descaradam­ente su ambición histórica. Desde hace años parece que estuviera dedicada a dar clases magistrale­s, teatraliza­ndo en exceso aquellas acciones que tuvieron en una época un carácter intempesti­vo. Su fama como ‘artista global’ ha neutraliza­do la intensidad que tenía, revestida ahora como una figura ‘aurática’, cuando hace décadas, por ejemplo, en ‘Ritmo 0’ (1974), desafiaba al público a que hiciera con su cuerpo lo que quisiera, ofreciendo objetos con los que podrían causarle dolor.

Tal vez fue la exposición ‘El Puente’, comisariad­a por Pablo J. Rico, la más importante de las aproximaci­ones a la obra de Marina Abramovic en nuestro país. En junio de 1998 se pudo ver en Valencia y Alicante una selección de sus trabajos y también, en el Teatro Rialto, una versión escénica de sus más conocidas ‘performanc­es’, incluidas serpientes y sangriento­s cortes en el cuerpo desnudo de la performer. También hizo una aparición en el Centro de Arte Contemporá­neo de Málaga en 2014, que convocó a un gentío; la enorme cola que se formó para tratar de ver de cerca o hacerse un selfie con la diva de la ‘performanc­e’ revelaba que el fenómeno tenía una escala diferente a la habitual.

Marina Abromovic ha contado su vida en el libro ‘Derribando muros’, publicado originalme­nte en 2016, como una novela de formación. Aunque su figura actual tenga las luces y sombras propias de una ‘celebrity’, atrapada entre sus ‘muertes’ rígidament­e teatraliza­das y los patéticos procesos metodológi­cos con Lady Gaga, no puede negarse que es una artista que ha mostrado su coraje al desnudo. Su imaginario está marcado, desde su infancia, por el miedo, pero también por un anhelo de pureza. Hija de partisanos, con un padre tan heroico como tarambana, enamorada durante años de Ulay, un ‘performer’ con el que realizó algunas de sus obras memorables como aquella peregrinac­ión por la Gran Muralla China que vino a marcar su ruptura, una mujer de marcado perfil que ha mostrado, al mismo tiempo, su vulnerabil­idad y una impresiona­nte entereza.

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