MARINA ABRAMOVIC, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS DE LAS ARTES
∑Su fama como artista global ha neutralizado la intensidad que tenía, revestida ahora como una figura ‘aurática’
La ‘abuela de la performance’ ha sido distinguida con el premio Princesa de Asturias de las Artes; el jurado ha subrayado que Marina Abramovic (Belgrado, 1946) es parte de la genealogía de la ‘performance’, estando sus obras caracterizadas por «una voluntad de permanente cambio». Tal vez sea oportuno recordar que propiamente esta creadora es una posvanguardista y que no ha realizado muchos cambios en sus planteamientos estéticos. Aunque pareciera una ‘pionera’ del arte de acción, en realidad sus trabajos comenzaron cuando el ‘happening’ llevaba más de una década desarrollándose en contextos principalmente marginales o decididamente contraculturales. Sin duda, ha sabido conseguir enorme repercusión, más allá incluso de los herméticos círculos del sistema artístico, imponiendo su presencia en el MoMA o incluso petrificando su figura en megalómanos proyectos operísticos.
Amores apasionados
La trama vital de Marina Abramovic es un ‘double bind’ de amores apasionados y desamores trágicos, el nudo o aporía de una mujer apasionada que, en el fondo, antepone su obra a todo, una crónica de viajes e iniciaciones místicas que también incluyen aciertos raros en inversiones inmobiliarias y, por supuesto, la carrera artística hacia la fama internacional. No fue nada fácil llegar desde las periferias del sistema artístico en su Yugoslavia natal a la Bienal de Venecia, en la que fue premiada con el León de Oro en 1997 por su instalación Barroco Balcánico. No le han regalado nada; literalmente tuvo que sangrar y soportar pruebas de tipo ‘chamánico’, como un viaje con ayahuasca que no terminó nada bien.
Si en los años de formación pintó nubes en enormes cuadros, lo que quería era materializar sus sueños, esto es, volcar la vida en el arte. Su primera idea de ‘performance’ la tuvo, según cuenta, en 1969, cuando propuso al Centro Juvenil de Belgrado lavar la ropa del público –que tendría, obviamente, que desnudarse–; tras aquel proceso de lavado-planchado-secado, los visitantes podrían marcharse ‘literal y metafóricamente, limpios’. Aunque aquella idea fue inmediatamente rechazada, podemos afirmar que nunca dejó de ser el punto de referencia del trayecto artís
tico de Marina que, en cierto sentido, busca una ‘catarsis’ que resuelva el nudo trágico de la existencia.
La segunda ‘idea’ que tuvo para hacer una ‘performance’ generó idéntico rechazo en 1970: pretendía jugar a la ‘ruleta rusa’ vestida con la ropa que le ponía su madre cuando era pequeña y que ella, con toda la razón del mundo, odiaba. Ahí también está otra clave de todo lo que ha realizado desde entonces Marina Abramovic: la vida como un ponerse permanente en riesgo, el exorcismo al desnudo del miedo a la muerte, la manifestación descarnada de nuestra vulnerabilidad. Puede levitar en las cocinas de La Laboral de Gijón (2009) o buscar la meditación perfecta en el Tíbet, pero en el fondo lo que dinamiza a esta artista son sus viejas heridas. Al terminar los tres meses de la performance de ‘La artista está presente’ (2010), Marina indicaba que no sabía qué es el arte y, al mismo tiempo, comprende que la performance le lleva más allá de lo habitual para intensificar la vida: «La cantidad de amor, el amor incondicional de completos extraños, fue la sensación más inverosímil de que he tenido».
Clases magistrales
En 2005, en el Guggenheim de Nueva York, recreó ‘performances’ de Bruce Nauman, Vito Acconci, Valie Export, Gina Pane y Joseph Beuys, añadiendo dos obras suyas: ‘Lips of Thomas’ (1975) y ‘Entering the Other Side’ (2005). Marina Abramovic se apropiaba de acciones ajenas y, al mismo tiempo, inscribía su proyecto en una genealogía, presentaba descaradamente su ambición histórica. Desde hace años parece que estuviera dedicada a dar clases magistrales, teatralizando en exceso aquellas acciones que tuvieron en una época un carácter intempestivo. Su fama como ‘artista global’ ha neutralizado la intensidad que tenía, revestida ahora como una figura ‘aurática’, cuando hace décadas, por ejemplo, en ‘Ritmo 0’ (1974), desafiaba al público a que hiciera con su cuerpo lo que quisiera, ofreciendo objetos con los que podrían causarle dolor.
Tal vez fue la exposición ‘El Puente’, comisariada por Pablo J. Rico, la más importante de las aproximaciones a la obra de Marina Abramovic en nuestro país. En junio de 1998 se pudo ver en Valencia y Alicante una selección de sus trabajos y también, en el Teatro Rialto, una versión escénica de sus más conocidas ‘performances’, incluidas serpientes y sangrientos cortes en el cuerpo desnudo de la performer. También hizo una aparición en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga en 2014, que convocó a un gentío; la enorme cola que se formó para tratar de ver de cerca o hacerse un selfie con la diva de la ‘performance’ revelaba que el fenómeno tenía una escala diferente a la habitual.
Marina Abromovic ha contado su vida en el libro ‘Derribando muros’, publicado originalmente en 2016, como una novela de formación. Aunque su figura actual tenga las luces y sombras propias de una ‘celebrity’, atrapada entre sus ‘muertes’ rígidamente teatralizadas y los patéticos procesos metodológicos con Lady Gaga, no puede negarse que es una artista que ha mostrado su coraje al desnudo. Su imaginario está marcado, desde su infancia, por el miedo, pero también por un anhelo de pureza. Hija de partisanos, con un padre tan heroico como tarambana, enamorada durante años de Ulay, un ‘performer’ con el que realizó algunas de sus obras memorables como aquella peregrinación por la Gran Muralla China que vino a marcar su ruptura, una mujer de marcado perfil que ha mostrado, al mismo tiempo, su vulnerabilidad y una impresionante entereza.