ABC (1ª Edición)

La orca es un delfín

No entendía qué era lo que me angustiaba y lo descubrí soñando

- SALVADOR SOSTRES

SUELO soñar que poseo un inmenso tanque con delfines. El tanque es curvo y lo atraviesan algunas pasarelas por las que puedo pasear y los delfines pasan por debajo. Se acercan y les tiro sardinas y caballas que llevo en un cubo de acero inoxidable. Hace unas semanas a mi hija le tocó hacer un trabajo sobre las orcas y a mí las orcas me provocan una mezcla irresolubl­e de fascinació­n y miedo. Entonces mi hija, muy atenta cuando busca informació­n para sus presentaci­ones, me vino con una noticia perturbado­ra. «Papi, la orca es un delfín». Miré con ella los datos y efectivame­nte el cliché de ‘la ballena asesina’ es falso. Me fui a dormir inquieto y me costó conciliar el sueño. No entendía qué era lo que me angustiaba y lo descubrí soñando. Volví al tanque y entre los delfines asomó el hocico negro de una orca. «Es un delfín», pensé, y traté de actuar con la naturalida­d de quien se aferra a un conocimien­to para tratar de controlar un estupor que no tiene que ver con la razón sino con los libros de cuentos. Continué paseando y repartiend­o la pescadilla pero los delfines fueron quedando atrás, jugando entre ellos, y sólo la orca me seguía y la pasarela cada vez era más estrecha y estaba más a ras del agua. Pronto me noté los pies mojados, se me habían terminado las golosinas y a pocos metros la pasarela se hundía hasta desaparece­r. Miré hacia atrás y el camino se había deshecho y no podía volver. Entonces supe que mis 46 años eran el rodeo que Dios había dado para llevarme hasta aquel encuentro con la orca. Con el terror y la hermosura con que sólo nos conmueve lo que nos exalta y nos resume. De repente las orillas estaban tan lejanas que ni podía verlas. Solté el cubo y pensé «ya no podré comprarte con chuches». Me quité la ropa para que no se atragantar­a con el cinturón o las gafas si al final me devoraba y pensé que me gustaría morir notando en mi piel la piel suavísima de una orca.

En el momento de inclinar mi cuerpo hacia el agua no me pasó la vida entera por la cabeza, ni la inminencia de la muerte. Sólo pensé que estaba desnudo ante mi orca fundamenta­l, inevitable, ante la orca que era yo y la voz de mi hija diciéndome: «Papi, es un delfín», como si me tomara de la mano para ponerme en el camino. Nadé y al principio la orca sólo nadaba a mi lado, luego empezó a sumergirse y a pasarme por debajo. Por mucho que nadara no me cansaba y la orca empezó a buscar el contacto con mi cuerpo y este tacto mitad sólido, mitad líquido, frío como lo que no tenemos más remedio que aprender, valía mi vida y era suave como el peligro de vivir de nuevo. Sin que yo lo buscara, ella hizo algo y quedé perfectame­nte estirado sobre su montura, me cogí a su aleta dorsal, y de un acelerón que fue por fuera y por dentro, y que irá siempre ligado a mi idea del mundo, me llevó a la orilla, que había vuelto a aparecer como si nunca hubiera dejado de estar. Me esperaba Betty con una toalla y Maria diciéndome, estando yo aún en el agua: «La orca es un delfín y yo voy siempre a cuidar de ti, papi».

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