La firma del Rey
En España han sido muchas las leyes rematadamente inicuas que el Rey ha sancionado y promulgado
LLAMA poderosamente la atención que la firma del Rey en la concesión de los indultos a los ‘indepes’ provoque, de repente, tantos aspavientos en amplios sectores de la derecha, tanto en la cobardica como en la valentona. La derecha ha ido dimitiendo paulatinamente de sus principios, conformándose a los designios progresistas; y para acallar su mala conciencia se ha aferrado a unos cuentos fetiches que le permiten infundir entre sus adeptos la ilusión de que todavía se opone a tales designios. Entre tales fetiches ocupa un lugar destacado la exaltación de una «unidad de España» completamente inane (y la correspondiente execración furibunda de quienes percibe como sus ‘enemigos’). Pues lo cierto es que no puede haber ‘unidad’ auténtica si no se orienta hacia el bien común. Y en España han sido muchas las leyes rematadamente inicuas que el Rey ha sancionado y promulgado, según las atribuciones que le asigna (que le impone) el bodriete constitucional. Resulta, en verdad, cómico que la derecha no se haya ni siquiera inmutado viendo la firma del Rey al pie de leyes que claman al cielo y ahora se rasgue las vestiduras porque la vaya a estampar al pie de estos indultos, que pueden ser injustos u oportunistas (como, por lo demás, la inmensa mayoría de los indultos concedidos durante las últimas décadas), pero desde luego no claman al cielo.
Entre los peligros que acechaban a la democracia, Tocqueville señalaba una ‘técnica’ de funcionamiento que consagraría una política sin fin moral alguno, desligada orgullosamente de la búsqueda del bien común: «He visto otros –escribía en ‘La democracia en América’– que, en nombre del progreso, se esfuerzan por materializar al hombre, queriendo tomar lo útil sin ocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias y el bien separado de la virtud. He aquí, se dice, a los campeones de la civilización moderna». Y estos «campeones de la civilización moderna», para ejecutar sus planes, vaciaron de contenido la monarquía, convirtiendo a los reyes en monigotes que, a los ojos de las gentes sencillas, legitimasen sus iniquidades. Ni siquiera ‘árbitros’ –como cínicamente proclama nuestro bodriete constitucional—, sino más bien dontancredos obligados a bendecir los designios de esos «campeones de la civilización moderna». Afirmaba Pemán en estas mismas páginas que la monarquía, cuando disocia materia y forma y admite «forzamientos dialécticos», acaba invadida de «sustancia republicana»; así, los reyes acaban estampando su firma en cualquier apaño urdido por los «campeones de la civilización moderna», que inevitablemente se guiará por una utilidad (la llaman ‘pública’, cuando es utilidad sectaria o de bandería) desligada de la justicia. A esa derecha testicular que ahora se rasga las vestiduras, después de dimitir de todos los principios, podríamos decirle jocosamente aquello que los socarrones decían a los cuadrilleros de la Santa Hermandad, que siempre llegaban tarde cuando se les requería: «¡A buenas horas, mangas verdes!».