ABC (1ª Edición)

En legítima defensa

- POR JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO Javier Gómez de Liaño Abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial

«No existe en todo el arsenal del separatism­o catalán un solo argumento que lo justifique y cualquier intento secesionis­ta es pretender dinamitar los pilares básicos de la nación española. Querer sacar las cosas de quicio es tan vano como ingenuo. Y el que no lo vea así, que relea la historia de España, este pueblo que siempre estuvo a muchos codos por encima de sus domésticos y alicortos gobernante­s. Por eso, hay que plantarles cara, hacerlo sin complejos y en nombre de la libertad»

EN 1934, o sea, el mismo año que la Generalida­d de Cataluña, con Luis Companys a la cabeza, dio un golpe de Estado con el que pretendía fundar la República Catalana, una de las personas más preocupada­s por España escribió: «En mi calidad de anciano, que se sobrevive, no puedo por menos que cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecid­os con la visión de una patria común henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietude­s». Dos años antes, el 22 de junio de 1932, otro español ilustre dijo: «Cuando nosotros decimos español damos a esta palabra un acento nuevo y viejísimo, porque resuena en el cóncavo más profundo de la historia de nuestro país (...); a mí lo que me interesa es renovar la historia de España sobre la base nacional de España».

Se me ocurre si estas palabras que Santiago Ramón y Cajal, nuestro premio Nobel de Medicina, pronunció desde la cúspide de sus 80 años, y las que el presidente de la República Manuel Azaña había declamado ante la Asamblea Nacional Republican­a no habría que tenerlas muy presentes en el análisis de la situación crítica que se vive en España por ese órdago independen­tista lanzado desde Cataluña y con el que, de forma irresponsa­ble, se intenta destruir la unidad de España, el Estado de derecho y hasta la democracia.

Sirva de punto de partida que la independen­cia de Cataluña es jurídicame­nte imposible. La Constituci­ón no admite proyectos separatist­as y, por consiguien­te, la reforma del texto constituci­onal para lograr una escisión es inviable. En España sólo hay una nación que es la española, patria común e indivisibl­e de todos los españoles. Así lo proclama el artículo 2 de la Constituci­ón. También, que España se forma de nacionalid­ades y regiones, pero no que sea una nación de naciones ni que nuestro Estado español sea plurinacio­nal. Poder autonómico no es poder soberano y el único referéndum tolerado por la Constituci­ón es el del artículo 186. Sólo el pueblo español en su conjunto puede disponer de la nación misma y de su definición. Es más. Un Estado que acepte que se despoje al conjunto de los ciudadanos de su derecho de soberanía sobre el territorio nacional no es un Estado de derecho y tampoco una verdadera democracia.

Pese a lo dicho, a la vista está que en Cataluña y fuera de ella hay políticos y no políticos tercamente empeñados en entender la Constituci­ón a su manera. E incluso no faltan quienes piensan que constituci­onal es todo lo que se quiere que sea constituci­onal, cuando es justo al revés. De ser como ellos propugnan, la Constituci­ón sería un papel en blanco en el que los políticos podrían garabatear lo que les viniera en gana. «Somos siervos de la ley con el fin de poder ser libres», escribió Cicerón hace más de dos mil años. Si gobiernan las leyes no gobiernan los hombres ni, por supuesto, la voluntad arbitraria, despótica o simplement­e estúpida de aquellos. No hace falta ser experto en Derecho Constituci­onal para saber que no hay democracia sin sujeción a la ley. Esta es la responsabi­lidad de un gobierno que se precie de serlo: la legítima defensa de España y de su Constituci­ón.

Lo sentenció Julián Marías en una Tercera publicada en este diario el 10 de febrero de 1994: «Los nacionalis­mos son patéticos intentos de fingir naciones donde no las hay». Una tesis que Mario Vargas Llosa sostuvo en septiembre de 2017 durante la presentaci­ón del libro ‘Conversaci­ón en Princenton’, al afirmar que el independen­tismo era una enfermedad que, desgraciad­amente, había crecido de manera lamentable en Cataluña y que a muchos nos recordó lo que Miguel de Unamuno, aquel gran español de estirpe vascongada, había advertido cuando calificó el nacionalis­mo de «chifladura de exaltados echados a perder por indigestio­nes de mala historia».

Ahora bien, como dice Gómez de Liaño –no quien esto escribe sino mi pariente Ignacio– «no pidamos al nacionalis­mo ni lógica ni sentido de la realidad. Su especialid­ad es elaborar un amplio repertorio de fantasías políticas expendidas por el ideólogo de turno y crear un problema insoluble a fin de mantener en el poder a aquellos que ofician como sacerdotes de la diferencia y negocios asociados». Es cierto. La proclamada por los recién indultados «lucha por la autodeterm­inación» es un sainete para entretener a la gente y quizá, lo que es peor, una estafa democrátic­a al ofrecer a los ciudadanos un ficticio «derecho a votar por la independen­cia de Cataluña». La única explicació­n que cabe a este fraude de ley es que el nacionalis­mo nunca fue una doctrina política y sí una ideología que está más cerca del acto de fe que de la racionalid­ad propia de la cultura democrátic­a. De ahí que haya catalanes que se atrevan a comparar la batalla por el referéndum independen­tista con la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King sin que el personal se ría a carcajadas. O que cadenas catalanas de televisión exhiban a unos niños a quienes se adoctrina con el eslogan de «España será derrotada», sin que una opinión pública mayoritari­a se indigne ante semejante manipulaci­ón.

Ami juicio, no existe en todo el arsenal del separatism­o catalán un solo argumento que lo justifique y cualquier intento secesionis­ta es pretender dinamitar los pilares básicos de la nación española. Querer sacar las cosas de quicio es tan vano como ingenuo. Y el que no lo vea así, que relea la historia de España, este pueblo que siempre estuvo a muchos codos por encima de sus domésticos y alicortos gobernante­s. Por eso, hay que plantarles cara, hacerlo sin complejos y en nombre de la libertad. La pasividad de algunas autoridade­s del Estado, empezando por sus sucesivos gobiernos y la actitud servil que se ha mantenido hacia los nacionalis­tas es lo que ha hecho y sigue haciendo que el nacionalis­mo esté vivo y prospere. ¿Quién no recuerda las manifestac­iones que el presidente Rodríguez Zapatero hizo en abril de 2006 cuando un periodista le preguntó si se sentiría responsabl­e si dentro de diez años Cataluña iniciaba un proceso de ruptura con el Estado? La respuesta fue: «Dentro de diez años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos». ¡Qué prodigiosa visión del futuro!

En fin. Yo daría cualquier cosa que estuviera a mi alcance si lograra convencer a los partidario­s del secesionis­mo de que cuando un país se despedaza, es como cuando una empresa se descapital­iza, que a la vuelta de la esquina lo que espera es la quiebra, seguida de ruina. Admito que la afirmación puede ser algo apocalípti­ca, pero no menos que desoladora es la España descuartiz­ada que algunos desean ver.

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NIETO

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