ABC (1ª Edición)

El momento de Emilio de Justo y el toreo en sepia de Juan Ortega

El extremeño corta tres orejas tras una rotunda actuación y el sevillano logra una

- ROSARIO PÉREZ

Y allí estaba Emilio de Justo, toreando por Camarón, su ídolo desde la niñez. Ni las fatiguitas pasadas han apagado la luz de su pureza, y allá donde hay gigantes, el extremeño ve molinos con los que amasar embestidas. Cuando un torero se encuentra en estado de gracia, ante sus ojos solo hay toro, toro por todas partes. Qué momento el suyo.

Los cinco años recién cumplidos traía el segundo de Román Sorando, un castaño bociclaro que echó las manos por delante mientras ganaba terreno a la verónica. Torerament­e lo puso en el caballo. Por chicuelina­s aflamencad­as fue el quite, al son del dios gitano. Brindó al público y trazó una esperanzad­ora serie. A este ‘Sabido’ había que empujarlo mucho y, a la par, cuidarlo. Y así lo hizo De Justo, que recreó un trincheraz­o para paladear. Ofreció el medio pecho al natural y exprimió su medio recorrido, con un pase de pecho ‘made in’ Torrejonci­llo. No hay torero que los borde igual. Y otra tanda más, con la muleta adelantada y sintiéndos­e, con susto incluido. Regresó a la mano de escribir, con la cintura rota y aguantando el parón del enemigo. Se volcó para matar de verdad, pese a que la espada quedó defectuosa, y se ganó una oreja de peso.

Se le notaban las cuatro hierbas al quinto, con el que tiró de la voz para provocarlo. Le concedió distancia y persiguió el temple, toreando con todo, desde la castañeta a las zapatillas. Y la cintura otra vez partida, componiend­o mientras deletreaba el toreo. Con el compás abierto, más desmayado ahora, con aires ‘joselitist­as’, se encajó en una ronda diestra, rematada con la firma. Las bernadinas calentaron aún más al personal, que llenaba la sombra, y paseó dos orejas. Rotundo su paso por Soria tras la Puerta Grande de Madrid.

El acero se llevó un triunfo mayor de Juan Ortega: no se puede torear tan divinament­e y matar tan mal. Un río de torería contuvo su prólogo al tercero, de menos cara que sus hermanos dentro de un conjunto bien presentado. Cada muletazo fue luego agua en calma, tan despacioso, con pases que acariciaba­n cada embestida. Un tacto de privilegia­dos. La sombra de los pitones se reflejaba en las telas mientras buscaba el acople por el zurdo, con pinceladas de ensueño. Hasta los desplantes tenían sabor de otra época. Lástima que le quitara la muleta en el inicio de la siguiente tanda. Aunque poco importó: Ortega no perdió el relajo, ni ese modo de ser y estar ante un rival manejable, ideal para su tauromaqui­a. Carteles de museo hubo en el epílogo. Tanta era la expectació­n que cuando se perfiló para matar se hizo un silencio desconocid­o en toda la tarde: sol y sombra empujaban, pero pinchó. Y se eternizó bajo el fantasma del toro al corral de Alicante.

Cuánta belleza

La hora final empañó también la artística obra al sexto, en el que levantó una escultura a Chicuelo. Los tiempos y la suavidad fueron las claves de una faena plena de naturalida­d. Cuánta belleza con tan poca bravura. A izquierdas barrió la arena, impregnánd­ola de un aroma que rara vez se percibe. Aquella armonía prendía las palmas mientras pintaba un cuadro en sepia. Ni los cuatro golpes con el descabello le robaron el trofeo.

Tampoco importó que la estocada cayera baja para que Diego Urdiales tocase pelo con el cuarto, que acudió cuando el matador hizo un esfuerzo y pisó el sitio. No tuvo suerte con el manso primero, que más que embestir, pasaba sin decir ni mu.

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// TAUROEMOCI­ÓN Emilio de Justo, triunfador de la tarde, en su feliz salida a hombros

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