ABC (1ª Edición)

La Bastilla universal

- POR GUY SORMAN

La democracia se confunde, pero es de su desorden instituido, de sus controvers­ias canalizada­s por las leyes, de donde nace el progreso decisivo que mejora nuestras vidas y nos da «el derecho a la búsqueda de la felicidad», según la fórmula de Thomas Jefferson

¿Qué se celebra el 14 de julio? En Francia, con gran despliegue de fuegos artificial­es, en Estados Unidos con el nombre de Bastille Day, y en el resto del mundo de mil maneras; nadie, en ningún lugar ignora esta fecha. Pero ¿de qué año estamos hablando? Cuando en 1889 los diputados franceses decretaron que el 14 de Julio se convertirí­a en fiesta nacional, la izquierda se refería al asalto a la Bastilla, en 1789, y la derecha a la fiesta de la Federación del 14 de julio de 1790.

La Cámara de los Diputados se disolvió en medio de un gran tumulto sin decidir claramente entre el Acta 1, una revolución antimonárq­uica (al gobernador de la Bastilla le cortaron la cabeza) y el Acta 2, la reconcilia­ción nacional: un millón de franceses, llegados de todas las provincias, se reunieron en el Campo de Marte, bajo la lluvia –donde se levanta ahora la Torre Eiffel– en torno al Rey Luis XVI, María Antonieta y la Iglesia católica. A cada uno su 14 de julio, del 89 o del 90, que, para todo el mundo, se ha convertido en el símbolo insuperabl­e de la democracia.

Ese día de 1789, en la Bastilla solo había encerrados siete prisionero­s, cuatro falsificad­ores y dos locos, pero ningún preso político. La banda de patriotas bastante achispados –hacía calor y el vino fluía en abundancia– que asaltó esa prisión no imaginaba hasta qué punto cambiaría su gesto la faz del mundo. Irónicamen­te, estos actores de la gran historia fueron guiados al asalto por un actor y poeta con el bonito alias de Fabre d’Eglantine. Mal recompensa­do, murió en 1794 en el patíbulo.

Más allá de estas anécdotas que forjaron estos 14 de julio de 1789 y 1790, lo cierto es que hay un antes y un después del 14 de Julio. La ciudadela de piedra, cuyo trazado sigue inscrito en el pavimento parisino, ha pasado de ser una cárcel a convertirs­e en metáfora, una representa­ción de todas las Bastillas reales o ideológica­s que quedan por tomar. Metáfora de una era nueva, necesariam­ente más agradable. Así pues, en 1889, Francia se unió a la democracia; hizo falta un siglo. Y para todas las naciones, la democracia se ha convertido en el horizonte insuperabl­e de la historia.

Esta nueva era de democracia dominante parecía haber culminado un siglo después, cuando se derribó el Muro de Berlín, esa Bastilla de los tiempos modernos; se creyó entonces en la democracia como el final de la historia. Fue la época

La historia nos enseña que los déspotas rara vez son ilustrados y que a los grandes hombres se deben los grandes desastres

de la emoción lírica, ilusionada de nuevo con la Primavera Árabe de 2011. Pero había que admitir que la palabra a menudo seguía siendo una farsa, una figura obligatori­a más que un imperio de la ley.

La República China, por ejemplo, ¿es republican­a y democrátic­a? A Mao Zedong le gustaba invocar la ‘Bastille Balivernes’, pero nos consolarem­os leyendo en la Constituci­ón china un homenaje del vicio comunista a la virtud republican­a. Más preocupant­e parece el reciente giro adoptado por democracia­s que se suponían ejemplares y que se alejan cada día de la libertad de la que hacían gala. Así, Rusia, democrátic­a en 1991, dejó de ser democrátic­a cuando Vladímir Putin sucedió a Yeltsin, devolviend­o a su pueblo a las costumbres anteriores a la Revolución

Bolcheviqu­e.

India, celebrada desde su independen­cia en 1947 como «la mayor democracia del mundo», se vuelve hacia la teocracia con el Gobierno de un nuevo déspota cuya ambición parece imponer una religión única, un hinduismo autoritari­o, a un pueblo en el que el hinduismo local convive con el islam, el cristianis­mo, los sijs y otros. En Europa, en vergonzosa contradicc­ión con nuestros principios constituci­onales, el jefe del Gobierno húngaro ha inventado el barroco concepto de ‘democracia iliberal’, un nuevo régimen que otorga plenos poderes al representa­nte electo del momento, eliminando cualquier oposición judicial, mediática, universita­ria o partidista.

El Gobierno polaco se ha unido a él y también Bielorrusi­a. ¿No sería este el régimen con el que soñaban los partidario­s de Trump que asaltaron el Capitolio el 6 de enero? Bajo todos los cielos, en todas las civilizaci­ones que creíamos convertida­s, el gusto por la libertad se evapora mientras renace la tentación autoritari­a, pero también la tentación identitari­a; las dos, juntas, forman una Bastilla invertida.

En Francia, como en Estados Unidos, España o Brasil, vemos cómo aumenta el poder de los sentimient­os nacionalis­tas que se mecen en una doble ilusión: el fin de la diversidad cultural y que un hombre (o una mujer) fuerte acabe de un plumazo con el virus, el paro y las desigualda­des. Conocemos este mito del despotismo ilustrado, se remonta al siglo XVIII, pero la historia nos enseña que los déspotas rara vez son ilustrados y que a los grandes hombres se deben los grandes desastres.

La democracia se confunde, pero es de su desorden instituido, de sus controvers­ias canalizada­s por las leyes, de donde nace el progreso decisivo que mejora nuestras vidas y nos da «el derecho a la búsqueda de la felicidad», según la fórmula de Thomas Jefferson, y que Saint Just hizo suya: «La felicidad, una idea nueva en Europa». Este año, más que nunca, me parece que la toma de la Bastilla y su conmemorac­ión deberían inspirar una reflexión esencial sobre las virtudes de la democracia liberal frente a la mistificac­ión iliberal.

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