ABC (1ª Edición)

Cuerpos y almas

El alma, ha de ser tratada lo mismo que tratamos al cuerpo; ambos han de ser cuidados mientras hay vida

- POR JESÚS LUQUE MORENO JESÚS LUQUE MORENO es profesor emérito honorario de la Universida­d de Granada

POR azar, en mi continuo ir y venir por los textos latinos, he dado estos días con un epigrama de Próspero de Aquitania (ca. 390– ca. 455) que me ha desviado del objeto de mi estudio. Buscaba yo unos hechos de lengua y me he encontrado con unos contenidos de grave actualidad que han secuestrad­o mi atención. Se abre el poema asegurando que los cuidados médicos han de mantenerse mientras haya vida en el cuerpo: «Igual que a los oprimidos por la enfermedad hay que prestarles cuidados médicos mientras en su cuerpo abatido queda vida, así…». Es algo que se da por sabido, un principio previo que se toma como fundamento sobre el que sustentar la tesis que se va a defender: la de que el espíritu requiere unos cuidados semejantes a los que damos al cuerpo. Como en el resto de sus epigramas, pone en verso aquí el poeta principios doctrinale­s de su maestro, san Agustín. La doctrina en este caso (epigr. 112) es no dar por perdidos a los malos; no hay que desesperar­se con ellos sino afanarse con especial ahínco para que se hagan buenos. Esta es la tesis que aquí se defiende fundamentá­ndola en una premisa evidente y de aceptación general. El cuerpo nadie duda de que hay que intentar curarlo hasta el último momento. También el alma está siempre abierta a los cuidados: siempre es posible mudar los corazones de los malos: «Así a los depravados y cargados con mucha mole de vicios hay que aplicarles la piedad de las santas plegarias, para que, en tanto que es posible cambiar los corazones de los malos, aborrezca los extravíos de la noche el amor a la luz».

La idea se formula en clave religiosa (rogar piadosamen­te por los malos), cristiana, en el contexto de la batalla por la conversión a la buena nueva de Cristo: «Y a los convertido­s dé una mente nueva la gracia de Cristo, con cuya justificac­ión se hacen los hombres buenos». Pero la validez de lo que se afirma va más allá de la espiritual­idad cristiana; es humana, universal. La salud espiritual queda aquí equiparada a la salud corporal: hay que buscarla siempre. Sin dar nunca a nadie por perdido. Siempre es posible la conversión. La pena de muerte, así, quedaba implícitam­ente descartada; y esto es así, decía el poeta, porque el espíritu, el alma, ha de ser tratada lo mismo que tratamos al cuerpo; ambos han de ser cuidados mientras hay vida.

Pues bien, ¿qué nos dicen hoy estos versos del siglo V, a una distancia de dieciséis siglos de progreso? Hoy celebramos que, prácticame­nte, haya desapareci­do de nuestro horizonte la pena de muerte. En consonanci­a con ello defendemos sin tregua la vida de los animales, de las plantas, de toda esta casa (eco, ‘oikos’) que tenemos asignada en el universo. ¿Cómo, entonces, vacilamos en la defensa a ultranza de nuestro cuerpo, de la vida humana por muy débil que sea en su comienzo o en su final?

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