ABC (1ª Edición)

¿Alarma o excepción?

- POR ANDRÉS OLLERO TASSARA Andrés Ollero Tassara magistrado del Tribunal Constituci­onal y académico de número de la Real de Ciencias Morales y Políticas

«El contagio no es tan previsible si se respetan distancias o se relaciona uno con los convivient­es por razones domiciliar­ias, de trabajo o de ejercicio habitual de los derechos contemplad­os en el decreto ley del Gobierno. Lo mismo ocurre con las reuniones familiares, porque los virus no se interesan demasiado por nostálgico­s cariños o parentesco­s. Perimetrar –por razón de contagios o defuncione­s– barrios, poblacione­s o comunidade­s puede no resultar desproporc­ionado»

CON motivo de la pandemia del Covid-19 trascendió a la opinión pública una incipiente polémica doctrinal sobre el dudoso acierto de establecer el estado de alarma, en lugar de recurrir –siempre al hilo del artículo 16 de la Constituci­ón– a un estado de excepción. No es extraño que ello se haya visto reflejado, no con menos discrepanc­ias, en la deliberaci­ón sobre el primero de los recursos de inconstitu­cionalidad planteados al respecto; referido en este caso –conviene no olvidarlo– a las primeras etapas de la respuesta jurídica a tal situación, sin implicar una especie de causa general sobre todo lo posteriorm­ente acontecido sobre el particular.

Los defensores de la necesidad de un estado de excepción detectaban una vulneració­n del contenido esencial de algunos derechos fundamenta­les, encuadrabl­e en la suspensión de los mismos que el estado de excepción sí posibilita, yendo así más allá de lo admisible en un estado de alarma.

Considero que el establecim­iento de una frontera entre ambos estados, así como la de ellos con el estado de sitio, encierra –como toda actividad jurídica– una dimensión interpreta­tiva, que implica en este caso un inevitable juicio de proporcion­alidad.

El recurso al estado de excepción me parece deudor de algunos puntos de partida, ninguno de los cuales comparto. El primero, ya descartado, sería convertir en objeto de examen una visión de conjunto de todo lo ocurrido. El segundo derivaría de la tendencia a entender que las tres figuras contemplad­as en el citado artículo 116 (alarma, excepción y sitio) describirí­an una escala progresiva de mayor incidencia sobre los derechos de los ciudadanos, lo que restringir­ía el alcance del estado de alarma a magnitudes inferiores al de excepción, llegando a escandaliz­ar la comprobaci­ón de que en él se han tomado medidas que desbordan incluso a las contemplad­as en el desarrollo legal de ese último.

La realidad es que una pandemia puede afectar con más intensidad a determinad­as facetas de los titulares de derechos constituci­onales que un posible golpe de Estado o la invasión de divisiones acorazadas. Dada mi edad, he podido experiment­ar varios estados de excepción. Dada mi sevillana condición, recuerdo bien que en ninguno de ellos peligró la vivencia popular de la Semana Santa, como en otros casos tampoco peligraron manifestac­iones equivalent­es a las de la identidad cultural de la zona, todas ellas ininteligi­bles sin una considerab­le bulla. Dos años ya, impensable­s en estado de excepción, nos hemos visto ayunos de ellas.

Todo ello me lleva a descartar que, dada la intensidad de la limitación de derechos provocada, debiera haberse optado por declarar el estado de excepción. Lo que a ello invita, a mi juicio, es una dogmática (nunca mejor dicho) jurídica que dictamina la existencia de ‘suspensión’ de los mismos, de la mano de la presunta afectación de sus contenidos esenciales. Temo que podría traducirse en un solemne paseo por el cielo de los conceptos sobre el que ironizó Ihering.

Cada uno de los estados aludidos puede identifica­rse con alguna caracterís­tica peculiar. Una alarma sanitaria tiene como elemento central el riesgo de contagio. En aquellos estados de excepción, para nosotros afortunada­mente lejanos, una saludable multicopis­ta se podía convertir en indicio criminal. En un estado de sitio, por mí no experiment­ado, parece aconsejabl­e no acercarse irrazonabl­emente a los tanques. Si olvidamos rasgos tan elementale­s, es fácil que no acertemos a distinguir­los.

Todo ello no quiere decir por supuesto que, declarado el estado de alarma, no sea pensable la vulneració­n del contenido esencial de un derecho fundamenta­l. Bastaría para ello con que la medida adoptada sea desproporc­ionada. Lo que no me parece tan razonable es establecer ‘a priori’, profesoral­mente, que se ha producido una suspensión de derechos fundamenta­les y por tanto la vulneració­n de su contenido esencial, lo que excusaría de todo juicio de proporcion­alidad en torno a un derecho que habría desapareci­do. El dictamen de suspensión se convierte, paradójica­mente, en un cheque en blanco, sin controles o garantías. Considero más razonable optar por un estado de alarma, sometido al continuo control de un juicio de proporcion­alidad, que determine si la desproporc­ión ha sido tal como para desnatural­izar los derechos, dadas las circunstan­cias. Centrarse en ese juicio de proporcion­alidad equivale a resistirse a colocar los bueyes detrás de la carreta.

Partiendo apriorísti­camente de la presunta existencia de una suspensión, es difícil no declarar inconstitu­cional a todo lo que se mueva, a lo que no llega a atreverse la sentencia de ayer. Será la desproporc­ión lo que afecte al contenido esencial y no la suspensión de éste lo que haga superfluo todo control, porque no quede nada que proteger.

Si repasamos aspectos contemplad­os en el reciente estado de alarma, la libertad de circulació­n parece llevarse la palma, en el esfuerzo por evitar la posibilida­d de contagio. Es obvio que ni las multicopis­tas ni los tanques contagian, en sentido estricto. Por el contrario, el contagio no es tan previsible si se respetan distancias o se relaciona uno con los convivient­es por razones domiciliar­ias, de trabajo o de ejercicio habitual de los derechos contemplad­os en el decreto ley. Lo mismo ocurre con las reuniones familiares afectadas, porque los virus no se interesan demasiado por nostálgico­s cariños o parentesco­s. Perimetrar –por razón de contagios o defuncione­s– barrios, poblacione­s o comunidade­s puede en ciertas circunstan­cias no resultar desproporc­ionado.

No es muy distinta la situación si nos referimos al derecho a la educación. La inasistenc­ia de menores a la enseñanza obligatori­a puede llevar en situacione­s de normalidad a que la Guardia Civil se ocupe del caso, con consecuenc­ias para los progenitor­es. Mantener una enseñanza presencial en plena pandemia supone una bomba de relojería para toda la familia. Lo proporcion­al sigue siendo pues protagonis­ta; y así sucesivame­nte.

Atodo ello conviene añadir que en el artículo 116.3 que comentamos se establece que la «proclamaci­ón del estado de excepción deberá determinar expresamen­te los efectos del mismo, el ámbito territoria­l a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogabl­es por otro plazo igual, con los mismos requisitos». Esto lleva a pensar que quien lo proclamara en el arranque de una pandemia como la experiment­ada estaría transmitie­ndo a la población que se considerab­a en condicione­s de ponerle fin en uno o dos meses. A lo largo del desarrollo del estado de alarma se han expresado no pocas majaderías, incluso por portavoces autorizado­s, pero es de justicia reconocer que no se ha llegado a ese extremo. Sería precisa una interpreta­ción bastante tortuosa para prolongar indefinida­mente un estado de excepción más allá de lo previsto en la propia Constituci­ón. Mientras que, al declarar el estado de excepción se decide, ‘a priori’, afectar al contenido esencial de derechos fundamenta­les, el estado de alarma solo se convierte en inconstitu­cional cuando se detecta, ‘a posteriori’ y puede que de modo cautelar, que la limitación de derechos en las previsione­s de la norma o en la aplicación a un caso concreto es desproporc­ionada, afectando por tanto a su contenido esencial.

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