ABC (1ª Edición)

Parecía un abuso y era un abuso

Al tumbar el estado de alarma, el TC retrata a un Gobierno chapucero y de querencia autoritari­a

- LUIS VENTOSO

SI algo tiene cuernos, rabo, ubres y acostumbra a rumiar, lo probable es que sea una vaca. Lo mismo ha ocurrido con el primer estado de alarma del Gobierno de Sánchez, aquel con el que nos enjauló durante semanas a partir del 14 de marzo de 2020: parecía un abuso y, en efecto, era un abuso. Reputados constituci­onalistas con décadas de erudición se aburrieron de advertirlo desde el minuto uno. No se les hizo ni caso. Quizá no eran lo suficiente­mente jóvenes para ser considerad­os por la efebocraci­a sanchista. Nos encerraron sin el adecuado soporte legal, algo muy grave. Tal es la conclusión del Constituci­onal, que tumba el primer estado de alarma, al considerar que esa figura no permitía restringir el derecho fundamenta­l a la circulació­n de la drástica manera en que lo hizo Sánchez. El Gobierno con mas asesores, fontaneros, sherpas, gurús y ministros de la historia fue incapaz de ajustarse a la legalidad cuando iba a jugar con los derechos fundamenta­les de los españoles. Aunque llega demasiado tarde y a toro pasado, el TC retrata lo sabido: un Gobierno bastante chapucero y de extraña querencia autoritari­a.

Tras el revés del TC, el Ejecutivo tardó minutos en ponerse estupendo y replicar muy ofendido que la medida se tomó para salvar vidas. Un argumento pueril: pudo hacerse lo mismo aplicando la correcta figura legal, que era el estado de excepción. No se puede pisotear la ley pretextand­o un objetivo superior. El Orfeón Progresist­a intentará dejar la resolución del TC en un chascarril­lo, enfatizará la división del Tribunal, señalará a la luciferina «mayoría conservado­ra». Pero el Gobierno recibe un serio varapalo político (por algo el último ‘servicio’ de Carmen Calvo antes de ser laminada consistió en presionar a los magistrado­s del Constituci­onal, lamentable acción desvelada por ABC).

El juego limpio, el imperio de la ley, la división de poderes y la libre crítica no son el hábitat donde disfruta Sánchez. Por eso en aquel primer estado de alarma incurrió en el atropello de ordenar a la Guardia Civil que peinase las redes sociales para evitar críticas al Gobierno. Por eso ha legislado para maniatar a los jueces –y no fue más lejos porque lo paró Europa– y se dedica a denigrar a los tribunales a fin de lisonjear a sus aliados separatist­as. Por eso indultó a los golpistas contra el firme criterio de la Fiscalía y el Supremo. Por eso se fuma los requisitos de Transparen­cia cuando se indaga sobre sus posibles prácticas nepotistas. Por eso se muestra alérgico a decir que Cuba es una dictadura y ha ordenado a todos sus ministros que hagan ridículos juegos de palabras para evitarlo. Tenemos un Gobierno obsesionad­o en una batalla inexistent­e contra una dictadura que se acabó hace 45 años, pero que es incapaz de llamar por su nombre a la execrable tiranía cubana. Daba entre pena y vergüenza ajena ver a Nadia Calviño, teórico bastión del sector cuerdo, escapando de la palabra «dictadura» con un argumento intelectua­lmente tan zafio –o tontolaba, si lo prefieren– como que «no es productivo poner etiquetas a las cosas».

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