Parecía un abuso y era un abuso
Al tumbar el estado de alarma, el TC retrata a un Gobierno chapucero y de querencia autoritaria
SI algo tiene cuernos, rabo, ubres y acostumbra a rumiar, lo probable es que sea una vaca. Lo mismo ha ocurrido con el primer estado de alarma del Gobierno de Sánchez, aquel con el que nos enjauló durante semanas a partir del 14 de marzo de 2020: parecía un abuso y, en efecto, era un abuso. Reputados constitucionalistas con décadas de erudición se aburrieron de advertirlo desde el minuto uno. No se les hizo ni caso. Quizá no eran lo suficientemente jóvenes para ser considerados por la efebocracia sanchista. Nos encerraron sin el adecuado soporte legal, algo muy grave. Tal es la conclusión del Constitucional, que tumba el primer estado de alarma, al considerar que esa figura no permitía restringir el derecho fundamental a la circulación de la drástica manera en que lo hizo Sánchez. El Gobierno con mas asesores, fontaneros, sherpas, gurús y ministros de la historia fue incapaz de ajustarse a la legalidad cuando iba a jugar con los derechos fundamentales de los españoles. Aunque llega demasiado tarde y a toro pasado, el TC retrata lo sabido: un Gobierno bastante chapucero y de extraña querencia autoritaria.
Tras el revés del TC, el Ejecutivo tardó minutos en ponerse estupendo y replicar muy ofendido que la medida se tomó para salvar vidas. Un argumento pueril: pudo hacerse lo mismo aplicando la correcta figura legal, que era el estado de excepción. No se puede pisotear la ley pretextando un objetivo superior. El Orfeón Progresista intentará dejar la resolución del TC en un chascarrillo, enfatizará la división del Tribunal, señalará a la luciferina «mayoría conservadora». Pero el Gobierno recibe un serio varapalo político (por algo el último ‘servicio’ de Carmen Calvo antes de ser laminada consistió en presionar a los magistrados del Constitucional, lamentable acción desvelada por ABC).
El juego limpio, el imperio de la ley, la división de poderes y la libre crítica no son el hábitat donde disfruta Sánchez. Por eso en aquel primer estado de alarma incurrió en el atropello de ordenar a la Guardia Civil que peinase las redes sociales para evitar críticas al Gobierno. Por eso ha legislado para maniatar a los jueces –y no fue más lejos porque lo paró Europa– y se dedica a denigrar a los tribunales a fin de lisonjear a sus aliados separatistas. Por eso indultó a los golpistas contra el firme criterio de la Fiscalía y el Supremo. Por eso se fuma los requisitos de Transparencia cuando se indaga sobre sus posibles prácticas nepotistas. Por eso se muestra alérgico a decir que Cuba es una dictadura y ha ordenado a todos sus ministros que hagan ridículos juegos de palabras para evitarlo. Tenemos un Gobierno obsesionado en una batalla inexistente contra una dictadura que se acabó hace 45 años, pero que es incapaz de llamar por su nombre a la execrable tiranía cubana. Daba entre pena y vergüenza ajena ver a Nadia Calviño, teórico bastión del sector cuerdo, escapando de la palabra «dictadura» con un argumento intelectualmente tan zafio –o tontolaba, si lo prefieren– como que «no es productivo poner etiquetas a las cosas».