NOSTALGIA DEL POZO
VIAJE A LAS CUENCAS MINERAS DE LACIANA
Con Villablino como capital del Valle, sus habitantes tratan de reconvertirse, con pasión, valiéndose de la memoria del mineral y de todo lo que conllevaba el oficio
Cada mina en el Valle de Laciana tiene nombre de mujer (La Rosario, La Patricia...). Cada minero que fue, un mote (El Rata, El Suave..). Al menos hasta que se decidió que no más combustible fósil, que había que ir a energías limpias y que de los paisanos se ocuparan otros. Los mismos paisanos que esperan hoy dignidad. Y respuestas.
Y sin embargo, quien más quien menos, en el Valle de Laciana, muestra con pasión el cable donde se descendía hacia el carbón y hasta qué pensaba cuando picaba con el martillo en esa vida que le fue arrebatada. La soledad hercúlea del Hombre ahí, en el esfuerzo de ir desmontando las capas del suelo con el consiguiente dolor de riñones, ese dolor que no se va ni con friegas de romero y que recuerda que estos hombres están hechos de otra pasta. La minería de los bragados leoneses de Laciana es hoy un paraíso de paz, de la paz desperanzada de a quien le cambian de un día a otro toda una forma de vida. Sin tiempo material para que un cuerpo hecho a la medida del sufrimiento pueda, de golpe y porrazo, asumir eso que llaman «la reconversión». O la muerte.
La prejubilación
‘Reconversión’ son padres de familia a los que la prejubilación obliga a recorrer una mina congelada en el tiempo cada mañana, como si se cumpliera un rito en el que va toda la vida, y se va allí por querencia y vocación. El minero más didáctico de la zona, que por modestia no quiere que fijemos para la posteridad periodística su nombre, comenta con reciedumbre y ternura lo que eran las «jornadas de tajo», los días de nevazo o cuando toda una compañía decía «que hoy no se trabajaba». Y era cierto, entonces, que «las jaulas» (ascensores) no bajaban a lo más hondo de los montes y se le doblaba así el pulso a la empresa para cualquier mejora que hubiera que exigir. Y es que la mina enseña, insiste nuestro picador, en que «hay que ir todos a una, como buena familia bien avenida». E igual sucede en todo el Valle de Laciana, rayano con Asturias, donde las vetas de carbón no entienden de divisiones autonómicas pero sí, y mucho, de que los hombres den la cara por estas quebradas y estos montes. Así también lo demostraron los
de la brigada asturiana de salvamento que fueron a Totalán (Málaga) desinteresadamente a tratar de rescatar al pequeño Julen, y también sus primos de las hondonadas de Laciana, que tenían «el petate listo» por si había que salvar una vida dándole la vuelta al mapa patrio.
El minero prejubilado nos enseña la topografía profunda de la zona mientras se coloca el medidor de gas, lo que antes era la lámpara y mucho antes el canario («él no vivió esa época»). El minero recuerda la combustión de los gases y los roles que se jugaban en estas quebradas cuando la vida dependía del vigilante y el equipo tenía «que ser una orquesta bien afinada». El minero, que llamaremos Luis por respeto a su natural tímido, cuenta en la explotación más pequeña cómo el barrenero sujetaba los bajos cielos minerales con crucetas metálicas y de madera. Y cómo el picador sacaba el jornal al peso, y cómo en el entrar en la bocamina salía y sale el vaho y la temperatura, aún en verano, desciende hasta lo insoportable. De entrada, cualquier perforación en estos montes lacianiegos era actividad de riesgo. Que los trabajadores no fueran creyentes, no les impedía un altarcito a Santa Bárbara ni la procesión, emocionante y sectorial, del Cristo de los Mineros. Porque Dios hecho Hombre también anda entre cascos y linternas. Y no le duelen prendas a la hora de esa eternidad con la que tanto han tenido que bregar: «Mis cenizas irán a parar a la mina, por éstas».
Y es que «se ama este mundo como el taurino ama el suyo», exclama Luis, que colabora con no pocas asociaciones que tratan de dar a conocer esta arqueología industrial que no hace ni cuatro años que desapareció y que dejó a Villablino, Caboalles de Abajo, Caboalles de Arriba y demás localidades con mucho personal sin otro horizonte que la prejubilación, porque la minería ejercía de banderín de enganche de muchísimos sectores relacionados.
Ocurrió que un día se colocaron los arreos y las botas, y al siguiente la empresa los mandó a casa, y todo quedó congelado en el tiempo para quien quiera hoy ver cómo se desindustrializa a la manera española: mascarillas prepandémicas por el suelo, cascos con tiznes y botas de goma que tardarán milenios en degradarse y que hay de todas las tallas. Hay algo de campo de concentración abandonado a la carrera en las instalaciones, y el escalofrío es difícil de contener cuando en el suelo tiznado aparece un desnudo de calendario de los años de gloria. Rubia, por más señas.
Huelga decir que en la minería, y así está establecido, entra en juego «el coeficiente reductor», según el cual cada dos años de vida pierdes uno: una ley impepinable que saben los sindicatos y padecen los pulmones. Al menos es de esta manera en el caso de los picadores, los más expuestos a esa multiplicidad de agentes nocivos que salen tras cada golpe de martillo.
Los vestuarios, las duchas y un gel a medio gastar quizá sea lo que más impacte al neófito en estas cosas del subsuelo. Tanto como esa ingeniería completa que era una mina y que los lacianiegos conocen con fruición: desde el cableado a cómo hay que conocer las dilataciones que acompañan al carbón. En el suelo quedan los cables de los detonadores, y quienes nos acompañan, tras una caminata en tierra de lobos y de osos, corren a reconocer su taquilla, donde se secaban desnudos como en otro rito de hermandad. Hasta editaban una revista con información de la cotización del carbón, las ofertas de equipamiento y una sección de miscelánea en la que alguien, sacando tiempo al descanso, pudo firmar unos poemillas con ese estilo alegre y fatalista que tienen los de este gremio.
En Villablino, centro neurálgico del Valle, los sindicatos mayoritarios tienen edificio conjunto –‘sororitario’– frente al
El Valle es hoy un paraíso de la desesperanza
«SIN TIEMPO PARA QUE UN CUERPO HECHO A MEDIDA DEL SUFRIMIENTO PUEDA, DE GOLPE Y PORRAZO, ASUMIR ESO QUE LLAMAN ‘LA RECONVERSION’»
Ayuntamiento. Los sindicatos dejan la puerta abierta y el cronista se encuentra así, a tenazón, una puerta que debe dar a un despacho especializado en asuntos mineros. En los carteles anuncian cursos de dinamitero en ‘flyers’ en apretada caligrafía. Y también hay edificios que tuvieron que ser de un arriesgado urbanismo acabando en chaflán y que están deteriorados, muy cerquita de donde, en los buenos tiempos, se daba música en directo y donde hoy sirven café en banquetas que llevan a Freddie Mercury bordadas. Tuvo que ser Villablino una suerte de Nueva York entre las cuencas, y por eso, pasados los años, guarda sana rivalidad con Ponferrada en lo que en la parte de León llaman el Salvaje Oeste. Donde se permite el juego de las chapas. Llegó el silencio
En la mina asturleonesa huele a carbón, «a gasoil, neno», nos dicen. Y es verdad. En las bocaminas, las que empezaron a abandonarse en 2010, hay facturas en el suelo y como un olor a gasolina. Olor que habla de las vagonetas y de ese mundo que había fuera del hoyo y que hay que imaginarlo con rumor de vida: ingenieros, picadores, barrenistas, dinamiteros, aprendices y demás trabajadores.
Y ese mundo, según leemos en el «parte diario de galería», tenía una jerarquía en la que el vigilante era el Dios supremo, a quien nada podía pasársele por alto. Desde la hora de entrada a la categoría del asalariado, de la categoría a las «horas nocturnas» y el VB (Visto bueno) del ingeniero técnico. En las minas todas estas hojas se han quedado arrambladas en un rincón. Porque si a la mina asturleonesa se la mató en 2010, hasta 2018 siguieron los volquetes y los martillos templando el ruido. Y es que la mina «es un ser vivo», habla, y hay que prestar atención a los sonidos, a los chasquidos de los arcos (cuadros, de madera y hoy metálicos) porque preceden al derrumbe y la angustia de un respiradero que se ciega. Acaso porque, como para el mejor submarinista, no estamos en un medio humano. Una tarjeta a la que aún no se le ha ido el color identifica los cinco puntos de un presunto ‘estado de alarma en la mina’ que van de ver los peligros, transmitirlos a los responsables y, mientras, «seguir trabajando de forma segura».
Existía un ‘guagua’, un teléfono eléctrico con ese sonido característico (’guagua’) que avisaba de cualquier contingencia y que, como reliquia, aparece colgado en las pensiones temáticas del lugar.
Visitando yacimientos en los cordales, con fósiles que manchan irremediablemente las uñas del cronista, va entrando la neblina en los cercanos valles astures. Ramonean unas vacas tímidas en la braña, con su identificación en la oreja y un temor comprensible al hombre, al oso y al lobo. El 4x4 baja por cañadas imposibles, y un Cristo de plástico colgado del retrovisor parece ir bendiciendo los baches y las curvas que hay entre bocaminas y determinadas cabañas, las mismas que indican al entrenado la propiedad de las explotaciones.
En Villablino, corazón administrativo del Valle, hay no pocas referencias a la actividad que fue riqueza desde mitad del siglo XIX. Hoy no queda más actividad que el chatarreo, o ir desmontando el hierro y lo que un día fue necesario para extraer de la tierra el negro fósil. En Villablino los ‘millennials’ guardan cariño de la mina, pero más como una leyenda familiar que como algo a la orden del día. Y eso, a pesar de que el futuro del pueblo esté a la orden del día, en un verano que es como cualquier otro. Al menos desde finales de 2018, cuando callaron las cuencas. Luis, que ha hecho de ‘cicerone’ por colladas, cordales y prados, siente una tranquila frustración por la maraña burocrática que cualquier iniciativa que sale de Laciana tiene para las autoridades competentes. Él comprueba que en Asturias, aquí al lado, hay más sensibilidad con la mina. Y es por eso que pone como muestra un botón para salvar lo verde que era su Valle: ‘El Ponfeblino’, aquel vaporcito de vía estrecha entre Ponferrada y Villablino, por las orillitas del Sil, que hay que recuperar para uso turístico. Y más pronto que tarde.
El futuro
Quizá el futuro y el pasado sean las fuerzas contrarias que a Luis (recordemos que por humildad no quiere darnos el nombre) le hacen salir de la cama cada mañana. Y es que si hay interés, «con 200 ó 300 personas más en el pueblo se puede ir consiguiendo que mis hijos no se vayan fuera».
No obstante Luis, memoria viva, saca un laconismo que estremece entre los prados: «Conmigo muere la memoria de la mina». De momento, sabe que con sólo cruzarse la mirada con un compañero de Asturias, de Teruel, de Almadén o de Ríotinto ve «que está frente a un hermano». Y esa hermandad minera de la que habla no está a la orden del día. «Sus vidas están en mis manos y la mía en las suyas. Y eso marca tanto como la sangre».
Villablino queda atrás, con sus barrios con macetas para mineros casados donde crecen rosales inopinados. Como diría Daniel El Mochuelo en ‘El Camino’ de Miguel Delibes, las cosas pudieron ser de otra manera. Pero salieron así. En poco más de mes y medio empezará a nevar en los altos y no habrá más meta que salvar el aislamiento. Luis «ha nacido minero y morirá minero».
Que los volubles dioses del Valle lo protejan en su pasión tan contagiosa...
Los ‘millennials’ guardan cariño familiar a la mina
«NO QUEDA MÁS ACTIVIDAD QUE EL CHATARREO, O IR DESMONTANDO EL HIERRO Y LO QUE FUE NECESARIO UN DÍA PARA EXTRAER DE LA TIERRA EL NEGRO FÓSIL»