ABC (1ª Edición)

El talento oculto tras la estela de Di Stéfano

Wilson Jones (1934-2021) No tuvo apenas oportunida­des en el Madrid que ganó la primera Copa de Europa, pero luego se convirtió en leyenda del Real Zaragoza

- IVÁN MARTÍN

Son días tristes para ese cada vez más reducido grupo de madridista­s que contemplan cómo se apaga la llama de los héroes de su infancia. Son ya mayores, la vejez les arropa y les recuerda a diario el inexorable paso del tiempo. De su primer Real Madrid campeón de Europa (1956), la plantilla que puso el primer ladrillo del mejor club del mundo, restan muy pocos con vida, entre ellos Gento, que asiste al cruel goteo incesante de amigos que no volverán.

El último en marcharse ha sido el querido Wilson Alfredo Jones (1934-2021); un talentoso delantero que habitó en la alargadísi­ma sombra de Di Stéfano en su etapa en Chamartín, cuando aún no existían los recambios y los suplentes tenían un papel mucho más residual que en el fútbol actual. Empero, pese a solo haber vestido una temporada la blanca del Real, el humilde ariete gallego se ganó el corazón del aficionado por la garra demostrada en los pocos encuentros que disputó en el Bernabéu y, por supuesto, por formar parte del primer Madrid de leyenda. El imaginario futbolísti­co ya guarda en su salón de la fama a aquel magnífico grupo de futbolista­s.

Jones, hijo de inglés y gallega, nació en el preludio de la Guerra en el Barco de Valderroas, un pequeño pueblo orensano. Allí, en plena resaca posbélica, cuando los niños se ensuciaban, peleaban, reían y jugaban en la calle, creció el gallego. En ese ambiente que parece tan lejano a esta época, Wilson se divirtió con varios deportes. Destacaba su capacidad atlética (especialme­nte en baloncesto), hasta que un día, algún buen ojo capitalino avistó su talento como goleador.

Así, siendo un adolescent­e de 18 años llegó al abrigo de Santiago Bernabéu. El Madrid había visto en él a un talentoso futbolista, un rematador innato capaz de hacer historia en el club. Sin embargo, su juventud y la presencia de grandes nombres en el vestuario del primer Real Madrid de los 50, empujaron al gallego a varias cesiones por el territorio nacional. Tras un año en Segunda división en Lérida, recaló en el Alavés, donde explotó como goleador en la élite del fútbol nacional. El potencial era tal que el Madrid le incluyó en el equipo que acababa de conquistar su cuarto título de Liga. Pero Wilson jugó muy poco, levantó la orejona en el Parque de los Príncipes y se marchó a uno de los equipos más grandes del país en aquellos años, el Real Zaragoza. Precisamen­te allí, cuando tenía una edad pletórica (22) y la experencia de haber compartido vestuario con los mejores, Wilson alcanzó su cénit como profesiona­l. En cuatro temporadas en el club aragonés, desplegó todo lo bueno de su fútbol, como la potencia, el disparo o el remate de cabeza.

Marcó en el partido inaugural de la Romareda, jugó grandes encuentros y dejó una huella imborrable en la afición maña cuando tocó despedirse. El Racing de Santander le fichó como una estrella y tras dos temporadas en el Cantábrico, rozando ya los treinta, decidió volver a casa para jugar en el Ourense en la máxima categoría que la ciudad gallega haya visto, la Segunda. Se retiró en su tierra y, enamorado de ella, no la abandonó jamás.

Se apagó con la calma y el bienestar de una bonita senectud tras una vida excitante. Como dijo Diego S. Garrocho, el ser humano es un animal que añora. El fútbol, desde luego, lo extrañará.

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