La distorsión del verano, objeto de culto literario
Un sinfín de autores, de Proust a Marsé, han hecho del estío un género propio, ideal para abandonarse a la quietud
Si hay un libro que se asocie típicamente al verano, ese es ‘En busca del tiempo perdido’ (1913). No solo porque sus siete volúmenes estén más que reñidos con el tiempo de atención disponible, cada vez más escaso, sino porque la historia más universal de Proust empieza en un verano, en una casa de verano de Combray, para más señas. La de la magdalena reminiscente.
«Durante dos veranos, en el calor del jardín de Combray sentí, motivada por el libro que entonces leía, la nostalgia de un país montañoso y fluviátil en donde habría muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irían pudriéndose, cubiertos de manos de berros, en el fondo del agua transparente; y no lejos de allí trepaban por los muros de poca altura racimos de flores rojizas y moradas…», se lee en ‘Por el camino de Swann’.
El calor, la lectura, el reflejo de las luces del estío. A Proust le bastan unas pocas líneas para plasmar en ellas todos los motivos que tantos autores han desarrollado en una lista interminable de novelas veraniegas. Veraniegas porque se leen en verano, el periodo que se suele citar como el preferido para abandonarse a la paz del papel, y veraniegas, sobre todo, porque esta época del año es en sí un género literario.
Con quien Proust debe compartir honor es, quién si no, con Shakespeare y su ‘Sueño de una noche de verano’ (1600): «La primavera, el verano, el fértil otoño, el sañudo invierno, cambian sus acostumbradas libreas, y el mundo, atónito con su aumento, no sabe ahora distinguir la una de la otra. Y toda esta serie de males es engendrada por nuestra disensión. Nosotros somos sus progenitores y su manantial».
Los protagonistas de la creación de Shakespeare, una de sus obras más personales, viven sometidos a un mundo de caretas, en medio de un disfraz colectivo. ¿Qué otra cosa si no es el verano, la ilusión de un tipo de vida exaltada que se desvanece con el ocaso de los días de sol?
De Woolf a Fitzgerald
De símbolos también está repleta ‘La muerte en Venecia’ (1912), de Thomas Mann, con la ciudad italiana como icono de la belleza, pero también de la podredumbre. «Necesitaba un cambio, una vida imprevista, días ociosos, aire lejano, sangre nueva. Así, el verano sería fecundo y productivo. Había que emprender, pues, un viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente. Bastaría con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro semanas en una playa cualquiera del mediodía deleitable...».
Más evidentes son las referencias al verano en obras como ‘Al faro’ (1927), de Virginia Woolf, que se desarrolla en una casa de veraneo. O las de Françoise Sagan en ‘Buenos días, tristeza’ (1954), donde ubica a una joven y a su padre entregados a la vida disoluta en una mansión a orillas del Mediterráneo. La entrada en sus vidas de una mujer trastorna el orden en esa convivencia, todo bajo el sol distorsionador del verano.
Otros autores llevan el verano directamente a los títulos de sus obras. Desde el ‘Verano’ (2009), de J. M. Coetzee, al ‘Crucero de verano’ (2005), de Capote. Siri Hustvedt le ha escrito a ‘El verano sin hombres’, Mary Ann Clark Bremer a ‘Una biblioteca de verano’ y Benjamin Black a la ‘Muerte en verano’. Aunque pocos describen tan bien el calor como Fitzgerald, ya sea en ‘El gran Gatsby’ (1925) –«En aquel calor, cualquier gesto superfluo era una afrenta a las reservas comunes de vida»– o en ‘Suave es la noche’ (1962): «No parecía haber vida en toda aquella extensión de costa, salvo a la luz del sol que se filtraba por aquellas sombrillas en donde estaba pasando algo entre colores y murmullos».
En el género del relato John Cheever, con ‘El nadador’ (1968), retrata «uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: “Anoche bebí demasiado”. [...] El terrible malestar del día siguiente». Pavese,
en ‘El mar’, se pasa al agua salada: «Todos los caminos terminan en el mar, donde están los puertos».
Al verano también le han escrito algunas de las mejores firmas patrias, claro, que para eso España es un destino codiciado cuando el calor empieza a apretar, como el domingo que elige Rafael Sánchez Ferlosio en ‘El Jarama’ (1955). Sus protagonistas son un grupo de muchachos madrileños que se marchan al río para escapar de la ciudad. «—No son las diez todavía, y ya se siente calor / —¡Es un verano! No hay quien lo resista».
Aventuras
Juan Marsé comienza ‘Últimas tardes con Teresa’ (1966) en la noche de San Juan, y la aventura amorosa del Pijoaparte es como tantas otras que se encienden con las hogueras y se apagan en las «noches estrelladas de septiembre»; en la calle queda «la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados», y «el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago».
Sobre esa isla del verano escribe también Fernando Fernán Gómez a través de los diálogos entre Luis y Don Luis de ‘Las bicicletas son para el verano’ (1984): «—Yo la bicicleta la quiero para el verano. —Pues el año que viene también tiene verano». No hay ningún verano igual: «Yo la quería para el verano, para salir con una chica. —¡Ah!, ¿era para eso? Sabe Dios cuándo habrá otro verano».