Ciencias y letras
«Aprendizaje exigente; rigor intelectual; también austeridad y pulcritud, elegancia en el lenguaje y decoro en el comportamiento; respeto y compromiso hacia los demás; sentido común y razón práctica para enfocar los problemas; admiración crítica hacia nuestra Historia; fidelidad a las personas y las convicciones; honradez, porque no todo sirve para conseguir el triunfo; espíritu abierto al mundo, cosmópolis en sentido clásico… ¡Cuántos objetivos apasionantes!»
CUENTA una leyenda de origen platónico que el sabio astrónomo de Mileto (acaso Tales, el primer filósofo) cayó por distracción a un pozo mientras contemplaba las estrellas. Su joven sirvienta tracia se rio a carcajadas del maestro. Un libro excelente de Hans Blumenberg construye a partir de la famosa anécdota una brillante historia de la teoría y la práctica como dialéctica de la civilización occidental. Los proyectos de algunos políticos con cartera ministerial sitúan ante la opinión pública el viejo debate sobre los planes de estudios. ¿Qué deben aprender los escolares en esos años determinantes para su formación? Todo apunta a que la Filosofía y las Humanidades saldrán derrotadas una vez más, con especial peligro en algunos territorios para la lengua española. Pero también se escuchan quejas desde el área de las Matemáticas y las ciencias ‘duras’. Ciertas perspectivas de moda, probablemente efímera, desplazan a las grandes cuestiones religiosas, filosóficas o científicas. Grave error, porque las lagunas en los años de formación no se recuperan nunca. El resultado será –lo es ya– una desigualdad creciente entre los alumnos, cuando en apariencia se pretende lo contrario. Los hijos criados en familias responsables gozarán del privilegio de conocer las bellas artes y las buenas letras y de aprender con rigor las lenguas universales –incluida la nuestra– que les permitan manejarse con soltura en la sociedad global. Familias con sentido de responsabilidad, repito, y no necesariamente ricas o elitistas. Los demás alumnos quedan rezagados, y solo un gran esfuerzo personal les permitirá recuperar a medias el tiempo perdido. Las ideas permanecen. Las ocurrencias, incluso si son ingeniosas, solo sirven para pasar el rato...
La competencia por la primacía entre los gremios académicos es un lugar común en la Historia. El logos desplaza a la magia y al hechicero de la tribu. Con gran esfuerzo, por cierto: todavía en el Renacimiento, humanistas doctos y elocuentes citan con admiración al Hermes «tres veces grande» y nada menos que Newton traduce la tabla Esmeralda, notoriamente falsa y carente de base científica. Teólogos, filósofos y juristas; filólogos y humanistas; científicos ‘stricto sensu’; economistas, historiadores, ingenieros, sociólogos y ahora politólogos; expertos en comunicación y gurús de las nuevas tecnologías; siempre los poetas y literatos; también los artistas y arquitectos: unos y otros han intentado (hemos intentado) durante siglos ganar posiciones que nos acercan al poder y la gloria, con éxito discreto. Con la singularidad de que nadie gana por aplastamiento, y de ahí se sigue un peculiar efecto acumulativo que hace crecer sin límites el número de aspirantes al ‘trivium’ y al ‘cuadrivium’, los viejos planes de estudios en la Europa culta. Hay otros colegas que vienen de camino, sospecho. A veces, la conjunción de sabios produce personajes vanidosos y antipáticos: caen en el ensimismamiento; citan solo a su círculo de afines; el lenguaje refinado deja de ser elegante y se convierte en rebuscado y críptico. O bien al revés, buscan el éxito fácil y se sitúan al alcance del gran público. Naturalmente, tienen mayor eco: una tesis rigurosa es menos excitante porque se aproxima más al mundo real, prosaico sin remedio.
Una vez asumida la crítica corporativa, vamos a lo que importa. Los profesores universitarios conocemos bien la sensación que produce cada comienzo de curso: nosotros tenemos un año más, pero los alumnos tienen siempre la misma edad. La distancia crece sin remedio. Sus conocimientos y sus valores son muy diferentes de los nuestros. Lo peor: ignoran (y no por culpa suya) algunas cuestiones elementales, sean de geografía o de historia, de álgebra o de biología. En mi ámbito, parecen ‘náufragos del tiempo-eje’, por utilizar la famosa expresión de Karl Jaspers. Reforzar la enseñanza media resulta imprescindible en una sociedad donde la información dispersa fluye a velocidad de vértigo por las redes sociales. Los ‘inputs’ que reciben nuestros jóvenes alumnos se atropellan unos a otros y no hay manera de ordenar tantos datos si faltan las coordenadas básicas de espacio y de tiempo, los grandes receptores de las impresiones que reciben los sentidos. Los colegas han reconocido ya el origen kantiano de esta tesis. Por eso la enseñanza debe dar mayor relevancia a los factores universales del conocimiento, aquellos que forman y no solo informan sobre nuestra posición en el universo y en un mundo confuso y difuso. Por supuesto, hay que prestar atención a los factores locales, pero nunca deben ser prioritarios y mucho menos excluyentes. Corremos el riesgo de condenar a la irrelevancia a unas cuantas generaciones de estudiantes.
¿Y las perspectivas? Con fuertes dosis de deconstrucción posmoderna y de corrección política, el gobernante contemporáneo tiende a convertir en ‘transversal’ todo aquello que pasa por su ámbito de competencias. A veces no le falta razón, pero –una vez más– los excesos se pagan. Cuando se habla de respeto y dignidad de todos los seres humanos, principios irrenunciables para una sociedad decente, sugiero siempre la lectura del artículo 14 de nuestra Constitución y sus equivalentes en las Declaraciones internacionales y europeas de derechos humanos. Dice así: «Los españoles son iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social». Es imposible decirlo mejor. Somos iguales en tanto que seres humanos, pese a la diferencia de capacidades, y ningún trato discriminatorio puede justificarse en los criterios mencionados expresamente por el precepto transcrito. Basta con insistir en ello, sin necesidad de gastar un tiempo escaso por definición en juegos de ‘buenos’ y ‘malos’, con efecto retroactivo. Lo mismo digo respecto de la Historia, sea universal o de España: lo que importa es atenerse a los hechos para poner a los alumnos en condiciones de formarse un criterio propio, y no de recibir ya elaborados una serie de prejuicios que luego no hay manera de desmentir. Ciudadanos libres y responsables: ese es el principal objetivo, incompatible por definición con el Ministerio de la Verdad orwelliano.
Ciencias y letras; aprendizaje exigente; rigor intelectual; también austeridad y pulcritud, elegancia en el lenguaje y decoro en el comportamiento; respeto y compromiso hacia los demás; sentido común y razón práctica para enfocar los problemas; admiración crítica hacia nuestra Historia; fidelidad a las personas y las convicciones; honradez, porque no todo sirve para conseguir el triunfo; espíritu abierto al mundo, cosmópolis en sentido clásico… ¡Cuántos objetivos apasionantes! Vale la pena intentarlo. Termino con Tales, a quien dejamos hace un rato caído en el pozo. Gracias a sus observaciones astronómicas, el maestro predijo un eclipse de sol y supo también invertir en negocios lucrativos, ganando así el respeto y la admiración de sus conciudadanos. Aprendamos la lección