Por qué nos empeñamos en que los niños lean lo correcto
En ‘Enseñando a sentir’, la investigadora Macarena García González indaga cómo narran los temas controvertidos los libros infantiles al tiempo que explora las esperanzas adultas de alfabetización emocional depositados en ellos
« Que resulta conveniente o adecuado para el fin al que se destina». Apropiado es, sin duda, el adjetivo que acompaña a los libros para niños con el que nos sentimos más cómodos. Resulta muy socorrido comprar un título que trate un tema, peliagudo o no con el fin de abordarlo después de su lectura. Pero, ¿por qué unos nos parecen más convenientes que otros?, ¿son útiles los esfuerzos porque los pequeños lean lo que consideramos más apropiado?, ¿cómo narran los temas tabúes? Macarena García González (Santiago de Chile, 1980), investigadora en el Centro de Estudios Avanzados en Justicia Educacional de la Pontificia Universidad Católica de Chile, aborda estas cuestiones en ‘Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil’ (Ediciones Metales Pesados).
—En la literatura infantil los adultos deciden qué se publica, qué se recomienda y qué se lee, ¿cómo cree que influye eso a la hora de determinar sobre qué asuntos y cómo escribir libros para niños?
—La literatura infantil es un lugar en el que se producen ciertos consensos sociales, tendemos a pensar que es algo en lo que estaríamos todos de acuerdo. En la adulta entendemos que podemos tener discusiones difíciles, pero en la infantil parece que siempre va a haber un lector ideal que tiene que leer esto para ser esto otro. Entonces aparecen temas que tenemos que tratar y, por supuesto, formas en las que tenemos que tratarlos porque cualquier forma incorrecta es mucho más controvertida que en la literatura adulta. Nos cuesta ver que está cruzada con lo pedagógico porque la infancia también lo está. Es muy difícil salirse de esa relación. Diría también que esto de que está controlado por adultos es una fuerza que llega hasta cierto punto porque siempre va a ver una atención por parte de autores, de editoriales, de docentes de qué es lo que les gusta a los niños y las niñas.
—¿Tiene que haber una moraleja o al menos una intención moralizante?
—Hasta cierto punto, hemos superado la moraleja, el final feliz y lo que queda ahora es la esperanza. Se pueden tratar temas difíciles y crudos, pero siempre tiene que haber un puntito. Aunque sea un final abierto, se tiene que dejar hecho el camino de la esperanza. Aquellos libros que no lo hacen suelen ser muy difíciles y generan resistencia, como ‘La isla’, de Armin Greder. —Precisamente, en una de sus experiencias lectoras con ese libro (de la que informamos más detalladamente en estas páginas) hay un niño que exclama: «¡Por fin un libro que acaba mal!».
—Claro, porque el pobre está hasta arriba –risas–.
—Se tiende entonces a hablar de temas políticamente correctos de una forma políticamente correcta.
—Bueno, lo cierto es que en los últimos años existe la idea, más progresista, de que vamos a hablar de temas de los que antes no hablábamos, como de la sexualidad, de la violencia, de la muerte. Parece que basta con tematizar para que se rompa el tabú. Aparecen nuevos fenómenos sociales y pensamos que la literatura infantil se va a hacer cargo, que vamos a sacar a los niños y las niñas de sus burbujas y que les vamos a contar la vida real. Pero es muy distinto hablar de un abuelito que fallece y se convierte en una estrella a hablar de la muerte de un hijo. También es distinto hablar de muerte en abstracto a ver cuerpos que mueren. Y luego está la pregunta de hasta dónde y cómo se cuenta eso. Ahí hemos entrado bastante poco. Nos quedamos en el qué como si hubiera que etiquetar ciertos temas. Son un poco operaciones comerciales también.
—¿Cómo deja entonces un tema de ser tabú?
—Cuando lo tratamos con complejidad va dejando de ser tabú.
—Pero la controversia aparece si se sale de ese consenso del que habla, ¿por qué?
—Hay algo en la infancia que nos tensiona siempre. Tenemos que mostrar que hay un futuro mejor. Eso del conflicto irresoluto es difícil en todo ámbito, requiere un siguiente estadio. Y, cuando lo mezclamos con la idea del sujeto en formación, nos explota. Cuesta entrar en conflictos serios en literatura infantil porque para ello tendría que aparecer la idea de que tal vez no se resuelvan.
—Se llega al extremo de la cultura de la cancelación.
—En la literatura infantil aparece con mucha más fuerza el supuesto de que si el narrador tiene una cierta visión del mundo, nosotros la vamos a reproducir. No hemos querido ver que las formas en las que leemos pueden ser mucho más resistentes que ese mensaje original. Sería más interesante poner contextos históricos o incentivar otras lecturas que quitar de la circulación ciertos textos. Lo que para mí es más importante en esto es que haya diversidad de repertorios, de libros. Desde ahí se vuelve mucho más rica la experiencia. Y pensaría en reconocer que las lecturas tampoco son tan ingenuas.
—En el lado opuesto se encuentran los libros que parece que buscan satisfacer, más que a los niños, a los prescriptores de sus lecturas. Pero, ¿no cree que eso les hace perder el efecto?
—Sí, corremos el riesgo de volverlos inútiles. Pasa mucho en un tema que ahora estoy mirando: la ecología. Son unos textos aburri
dos y, además, tremendos, porque los niños se tienen que hacer cargo de hacer este mundo más sostenible. Para las nuevas generaciones es fundamental, pero lo trabajamos desde nuestro ‘adultismo’ tratando de darles una solución y, claro, son textos que no sirven de nada. Las buenas historias son lo más potente siempre, lo que más mueve. Como dice el psicólogo evolutivo Germoe Krunner, la forma en la que contamos historias es la forma en la que conocemos el mundo. Pero hay mucho deber ser en lo que se publica que no permite que las historias se muevan más libres. Sin embargo, por otro lado, en esta forma masiva de poner etiquetas hay algo que sí ayuda, permite poner atención en ciertos temas sobre todo a padres y madres. El problema es cuando pensamos que es una solución para algo que es muchísimo más complejo.
—Otro campo en boga es el de la educación en emociones sobre todo para que no se desborden, ¿por qué cree que tememos que no las puedan controlar?
—Porque nosotros también lo tememos diría yo. Culturalmente nos han enseñado a supeditar las emociones a lo racional, a desconfiar de ellas. Hemos aprendido que es malo tomar una decisión en un estado muy emocional. Aprendemos también a no emocionarnos mucho. Entonces la forma en la que viven sus emociones niñas y niños siempre, pero cada vez más, tiene que estar monitorizada para que se vayan adecuando a esto. Tiene que ver con categorizarlas y también con el aumento diagnóstico relacionado con emociones que hay que controlar. Hay algunos que son potentes, pero lo que más aparece son catálogos. El énfasis se pone en que conozcan las emociones, no que las sientan. Educar socioemocionalmente a la infancia en sí no es algo malo, pero nuevamente el problema es cuando aparece sin complejidad.
—De los libros de empoderamiento femenino como ‘Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes’ afirma que parecen responder más a la lógica de un feminismo liberal excluyente. ¿Por qué?
—Este ‘boom’ de antologías de biografías de mujeres es un reflejo de ese culto contemporáneo a las vidas extraordinarias, lo que ya me parece algo complicado, pero me llama la atención que se les alabe como recursos para educar en feminismo cuando hacen algo que los feminismos han criticado mucho: ocultan las dificultades estructurales y presentan el éxito como una cuestión individual cuando tendríamos que estar moviéndonos a un paradigma de cooperación. Me parece especialmente complicado porque veo las tremendas exigencias que se ponen sobre las nuevas generaciones de niñas y de jóvenes sobre las que proyectan ideas de éxito agobiantes. El feminismo liberal es ese que se centra en conseguir que las mujeres alcancen posiciones de poder que tradicionalmente tenían los hombres sin buscar redefinir lo que es el poder, por lo que se le suele criticar por cómo oculta otras exclusiones: de clase, de nacionalidad, raciales, etcétera.
—¿Cómo deberían ser?
—Creo que estaría bien contar esas vidas con un poco más de complejidad porque claro que está muy bien que se ofrezcan como modelos, pero sería bueno también que se cuenten los costes que muchas de ellas pagaron, así como las condiciones que les permitieron ciertos logros.
«La infancia nos tensiona. Tenemos que mostrar que hay un futuro mejor»
«Los textos sobre ecología son aburridos y tremendos, porque los niños se tienen que hacer cargo de hacer este mundo más sostenible»