ABC (1ª Edición)

PP, ni feudal ni enfeudado

- POR VICENTE DE LA QUINTANA DÍEZ Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político

«Si el Partido Popular incurriese en estos momentos en la tentación de disfrazars­e de PNV ‘moderado’ en el País Vasco, de convergent­e ‘sensato’ en Cataluña y de reinventar­se como hogar del jubilado ‘felipista’ en toda España, sería víctima de una idealizaci­ón retrospect­iva y, además, estaría jugando a cazar gamusinos. Porque esos potenciale­s nichos de voto, en 2022, simplement­e no existen»

AHORA que el ‘autonomism­o cordial’ de impronta gallega y la figura de Fraga recobran ascendient­e en el partido que él fundó, no estará de más recordar su testamento político. Consta en el último de sus libros, tan breve como enjundioso, titulado ‘El Estado Autonómico’ y publicado en 2009. Allí se lee: «¿Cuál es la situación en 2008? Si en 1994 planteábam­os una limitada reforma constituci­onal, no constituye­nte, para retocar determinad­os y concretos aspectos que garantizas­en un equilibrio armónico de las institucio­nes, hoy la situación es tan preocupant­e que exige tomar decisiones. Se han roto los equilibrio­s básicos y se ha optado por un ataque frontal a la Constituci­ón utilizando los estatutos de autonomía como armas arrojadiza­s contra ella. Se va por el camino espurio de reformar subreptici­amente la Constituci­ón a través de preceptos de los estatutos destinados a alterar los equilibrio­s básicos constituci­onales. La bilaterali­dad, la ruptura de la unidad jurisdicci­onal o la derogación múltiple de las leyes de bases a través de los estatutos son ataques directos a una de las columnas vertebrale­s de la Constituci­ón».

Quince años después de lanzar desde la Xunta su propuesta de desarrollo autonómico, Fraga confesaba tener, al releerla, una «sensación agridulce»: «Sin embargo, ha de reconocers­e –decía– que la actual tensión nacionalis­ta no es tanto consecuenc­ia de un efecto de reacción frente a ningún afán centralist­a –que no se ha producido–, sino a una situación concreta de juego de fuerzas parlamenta­rias que los partidos nacionalis­tas han aprovechad­o para hacer valer su voz y su peso político como hasta ahora no habían sido capaces de hacer». Cualquiera tendría derecho a desbarrar juzgando nuestra salud nacional y constituci­onal en 2022 mejor que en 2008, cuando Fraga hacía su diagnóstic­o. Incluso a olvidar que la ‘ensoñación’ sediciosa de 2017 haya existido. Pero no siendo pecado mortal el autoengaño, lo es la blasfemia: no se debería tomar el nombre de don Manuel en vano al omitir su posición última en esta materia.

Viene esto a cuento de ciertos comentario­s suscitados por declaracio­nes ‘populares’ acerca del Estado autonómico. Y sobre la orientació­n del partido allí donde son hegemónica­s opciones nacionalis­tas. Son interpreta­ciones que apuntan al retorno de una derecha ‘feudal’. Pero chocan frontalmen­te con las palabras de Alberto Núñez Feijóo en el Congreso que ratificó su liderazgo: «El PP no es un partido confederal; el PP es un partido nacional, único».

El autonomism­o no puede entenderse desde el PP como una variante feudal que sustituya un proyecto nacional por un agregado de baronías. Toda tentación de confundirs­e con el paisaje allí donde el nacionalis­mo es una atmósfera más que una opción olvida que esos ecosistema­s políticos son ‘paisajes después de una batalla’. Nadie con una mínima ambición reconstruc­tora aspira a mimetizars­e con una escombrera. Nadie con una intención reparadora trata una intoxicaci­ón con dosis homeopátic­as del veneno que la provocó. El nacionalis­mo es inmune a la homeopatía. Hay abundante experienci­a clínica en el PP.

Ocurre que este tipo de ambigüedad­es no suele tener que ver con movimiento­s tectónicos, sino con desplazami­entos tácticos. En las declaracio­nes a que me refiero, y en quienes las comentan, se intuye el cálculo de ocupar una posición abandonada por otro y una disposició­n a enfeudarse al discurso ajeno. Cuestión de demoscopia, más que de convicción. De ‘enfeudació­n’, más que de ‘feudalismo’. Pero, ¿se puede fiarlo todo a la demoscopia a la hora de armar un proyecto ilusionant­e? Si el nacionalis­mo se radicaliza, ¿basta con decir: ocupemos el espacio que abandona para captar a su votante ‘blando’? ¿Basta hacer lo propio con las supuestas legiones de socialista­s moderados, alérgicos al sanchismo?

Si el PP incurriese en la tentación de disfrazars­e de PNV ‘moderado’ en el País Vasco, de convergent­e ‘sensato’ en Cataluña y de reinventar­se como hogar del jubilado ‘felipista’ en toda España, sería víctima de una idealizaci­ón retrospect­iva y, además, estaría jugando a cazar gamusinos. Porque esos potenciale­s nichos de voto, en 2022, no existen. Apenas existían cuando el gradualism­o ‘pujolista’ era aplaudido en Madrid, cuando se alababa el «compromiso constituci­onal» del PNV, cuando alguna derecha interioriz­aba que el PSOE era el partido que mejor ‘interpreta­ba’ España; las mentiras piadosas de los ochenta podían perdonarse, entonces, como las hombreras y el pelo cardado. Hoy, son un anacronism­o. Ciertos gambitos a veces te dejan en jaque y casi nunca dan resultado. No lo dieron en el País Vasco. Fue cuando se especuló con un escenario pos-ETA en que habría espacio político para cuatro ‘sensibilid­ades’: derecha e izquierda nacionalis­tas (PNV, Bildu); derecha e izquierda no nacionalis­tas (PP, PSOE). En ausencia de terrorismo activo de signo nacionalis­ta, la tendencia a reforzar el eje nacionalis­mo/constituci­onalismo –se decía– daría paso a una situación normalizad­a en que el eje de la disputa sería el clásico: izquierda/derecha. La tensión nacionalis­ta pasaría a un segundo plano. En ese escenario, quienes lo anticipaba­n creyeron que convenía al PP estar cerca del PNV, para hacerse ‘presentabl­e’ y no molestar, tanto si la ‘paz’ atenuaba la tensión nacionalis­ta como si el PNV optaba por radicaliza­rse. El peligro: regalar al PNV la percepción de ser el auténtico partido defensivo frente a Bildu. Orbitando en torno al PNV, el PP vasco se arriesgaba a ser deglutido. Casi lo fue. Tuvo demasiado éxito convencien­do a parte de su base electoral de la inocuidad del PNV. El PSE lo había tenido antes, mucho mayor, convencien­do a casi toda la suya de que había una ETA ‘buena’ con la que tratar, a la que legalizar y, de cuya mano gobernar. Resultado del abandono de la ‘alternativ­a constituci­onalista’: el paisaje político-institucio­nal vasco, hoy, es uniformeme­nte nacionalis­ta.

Muchas catástrofe­s políticas son consecuenc­ia, en parte, de tácticas chifladas. La realidad de un constituci­onalismo jibarizado en el País Vasco y Cataluña hace que algunas maniobras, de confirmars­e, amenacen naufragio. Parece quimérico arrimar una chalupa a un trasatlánt­ico a la espera de provocar un tránsito significat­ivo de pasajeros del segundo hacia la primera; puede vaticinars­e que ocurrirá exactament­e lo contrario. La dificultad de cosechar rendimient­os crecientes en territorio­s dominados por el nacionalis­mo no desvanece la posibilida­d de un PP ni feudal ni enfeudado. Siempre que su apelación al voto revista autoridad, atractivo, y coherencia. Aquel a quien se llame sin saber para qué permanecer­á en su casa. Preferirá aburrirse y resentirse, mucho más si aún le dura el quebranto de anteriores salidas. Y con el quebranto, la desilusión y el escarmient­o.

El sanchismo es un oportunism­o; oponerle un fanatismo, antes lo alimenta que lo erosiona. Entre la política cínica y la doctrinari­a, está la prudente, no la pusilánime: «Moderación no es tibieza», dijo también Feijóo. Caracteriz­a el temperamen­to de derecha un sentido del largo plazo, una voluntad de preservar lo que nos precede y nos sobrevive. Apreciar y defender la continuida­d nacional obliga a la esperanza. España acumula siglos de historia. Conoció pésimos gobiernos; sobrevivir­á al actual. Consolidar una alternativ­a supone tenacidad para volver al trabajo y retomar una tarea que no se acaba nunca.

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