ABC (1ª Edición)

Las palabras del enemigo

La asunción del lenguaje supremacis­ta no es un lapsus. Expresa la interioriz­ación natural de un cambio de bando

- IGNACIO CAMACHO

EL barco de Piolín fue uno de los símbolos del fracaso del Estado en la contención del motín independen­tista. En vez de aplicar a tiempo el artículo 155 para abortar el referéndum desde las institucio­nes de la propia autonomía, el Gobierno de Rajoy envió a Cataluña a cientos de policías sin la mínima organizaci­ón logística y ante el boicot de los propietari­os de alojamient­os tuvo que contratar un vergonzant­e crucero de turistas. Luego, dada la incompeten­cia del CNI en la detección de una compra de miles de urnas chinas, Interior acabó enviando agentes a los puntos de votación sin instruccio­nes precisas cuando ya era tarde para impedir una participac­ión masiva. La inhibición de los Mozos de Escuadra provocó una intervenci­ón a la desesperad­a y las consiguien­tes escenas violentas que el separatism­o quería para montar su ‘performanc­e’ propagandí­stica y presentars­e a la opinión internacio­nal como víctima de la represión gubernativ­a.

El malestar de los agentes de seguridad con sus mandos quedó patente en comunicado­s de sus asociacion­es profesiona­les y sindicatos. Con todo, cumplieron su misión con la cabeza alta en medio de un indecente clima social de acoso y rechazo. El mote de los ‘piolines’ fue parte del desdén con que la comunidad nacionalis­ta demostró su supremacis­mo desahogado, y sólo la posterior sentencia del Supremo ofreció un leve reparo a aquella oleada de agravios. No duró mucho: los indultos humillaron a los guardias, a los jueces y al resto de los ciudadanos obligados por Sánchez a apurar el trago amargo del escarnio. Lo que no esperaba nadie es que al cabo de cinco años el presidente de la nación asumiera en un debate parlamenta­rio el lenguaje de los insurrecto­s que ha convertido en sus principale­s aliados. Esa naturalida­d coloquial no constituye un simple lapsus sino el testimonio de la interioriz­ación mental de su cambio de bando. El jefe de los servidores públicos se cachondea del esfuerzo de sus subordinad­os.

La denuncia de la anomalía sanchista produce ya una sensación de abatimient­o moral, una punzada de derrotismo constatado, una lánguida cosquilla de melancolía. Cuando parece que no queda una institució­n que denigrar, un rincón del Estado libre de penetració­n invasiva, el líder del Ejecutivo encuentra una nueva diana para su punto de mira. Con su intrusión ilegítima ha arruinado la independen­cia y el prestigio de los fiscales, de los asesores sanitarios, de los encuestado­res, de las comisiones de competenci­a y de energía, del portal de transparen­cia, de la administra­ción de justicia y hasta del cuerpo de espías. Cuando pierda el poder dejará un legado de ruinas. Pero incluso en ese contexto destructiv­o, la vileza de insultar a las fuerzas del orden con el remoque hiriente de los ‘lazis’ y los golpistas supera cualquier listón de ignominia. Toda la legislatur­a trasmina un efluvio de dignidad perdida.

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