Un mito enorme
Era un tipo enorme, daba la sensación de que cualquier habitación era demasiado pequeña para alojar su corpachón. En su inmensa casa frente al Partenón todo estaba marcado por su corporalidad desmesurada, rodeado de un ejército de ‘asistentes’, verdaderos devotos de la religión de Vangelis. Su música inconfundible sonaba sin cesar y costaba entender lo que decía en su inglés con el marcado acento griego. En cualquier caso, tampoco tenía por qué explicarse más de lo conveniente. Estaba revestido de ‘imperio’, con esas túnicas que hacían recordar a su paisano Demis Roussos.
Traté a Vangelis con motivo del encargo que recibí para ser comisario de una exposición suya. Conocía de sobra su obra musical, aunque, en realidad, lo que tenía era una ‘estereotipo’ formado gracias al éxito de sus bandas sonoras para ‘Carros de fuego’ y ‘Blade runner’. Pronto pude comprobar que a este creador no le apetecía nada alimentar ese anecdotario mítico, sobre todo cuando llevaba años tratando de que se prestase atención a todo lo que había realizado aparte de esos éxitos hollywoodenses.
El viaje de Vangelis le había llevado, literalmente, hasta las estrellas, casi hasta la puerta de Tannhauser. Me comentó que una de sus composiciones favoritas era ‘Mythodea’, que realizó para una misión de la NASA. Sin el tono de un chiste sugirió que esa sería una música «tranquilizadora» y «pacífica» cuando se contactara con los extraterrestres. No pude, con mi mente calenturienta, evitar pensar que también habían enviado, según cuentan, en alguna nave intergaláctica temas de Julio Iglesias para favorecer alianzas marcianas.
Me correspondió seleccionar y, por supuesto, ver cantidad de pinturas de Vangelis, en las que la temática era manifiestamente obsesiva: seres alados, figuras heroicas, cuerpos sublimes. Las coronas de laurel remitían a la ‘stefanoforia’, el título que finalmente tuvo la exposición en Valencia, una celebración del éxito y la fama. Pasé horas sin tino viendo cuadro tras cuadro e incluso luego fui a su domicilio particular donde, en pleno desconcierto, tropecé con el Oscar. Vangelis, con determinación, me empujó en el pasillo, dando a entender que no había tiempo que perder con ese premio «anecdótico». La gloria, el laurel soñado, estaba por llegar, tal vez seguía soñando con «naves en llamas más allá de Orión». El mito de este músico era más grande que la vida.