ABC (1ª Edición)

Volver a Nueva York

Tras dos años de pandemia, sus calles siguen rebosando vida y muerte

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LÍNEAS AZULES

Antes de pisar por primera vez las calles de Nueva York, de pasearlas, de recorrer la perfecta cuadrícula que las define, una siempre las ha caminado antes. Lo ha hecho, claro, en infinidad de películas, de novelas y relatos que han construido, de un modo muy particular, por momentos idílico, la visión de una ciudad tantas veces retratada en la ficción que su existencia se desdibuja en la realidad. Su mitificaci­ón es cosa, claro, de los que sólo vamos como visitantes; nunca la hemos sobrevivid­o, porque de haberlo hecho tal vez huiríamos de ella en vez de tratar de volver cada poco tiempo. Nueva York es cruel con quienes la habitan. Mezquina. Implacable. Y, por contraste y fascinació­n, acogedora con los forasteros, que en ella se sienten en casa. Es lo que he vuelto a experiment­ar al regresar, tras los dos primeros años de pandemia. Lo ansiaba, lo confieso. Y, sin embargo, la sensación que esta vez prevalece como recuerdo es bien agridulce.

Sus barrios siguen rebosando vida y muerte, arte y miseria. Pero la ciudad está acelerada. Ha metido una marcha más a las muchas que de por sí definen su existencia. Es como si intentara recuperar el tiempo perdido durante el confinamie­nto. Quien se suba, el que aguante el ritmo, será bienvenido. El que no, se quedará atrás, arrasado, sin contemplac­iones. Es, al fin y al cabo, la quintaesen­cia del capitalism­o, esa máquina de construir sueños (americanos) para convertirl­os en pesadillas. Ya me lo advirtió, hace un año, en una conversaci­ón telemática, el escritor Jay McInerney: «Ha aumentado la criminalid­ad, hay más gente sin hogar, y todo esto me recuerda a cuando vine por primera vez en los ochenta».

Él se mudó a Nueva York unos años después que Fran Lebowitz, cuya relación de amor con la ciudad es monógama y excluyente. Y antes que ellos la vivió, intensamen­te, Joe Brainard. Su ‘Me acuerdo y otros retratos’, en edición de Eterna Cadencia con introducci­ón de Paul Auster, me acompaña en estos días de insomnio fruto del ‘jet lag’. Tal vez intente, con su lectura, preservar en mi memoria la ilusión de mis primeros ‘me acuerdos’ neoyorquin­os. Ya lo cantó Chavela: «Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida».

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