Coletazos de la leyenda negra
► Nuestra historia alberga cientos de ejemplos dignos de elogio y orgullo
Siempre me ha costado aprender la lección. La cojera con la que los españoles elogiamos los méritos patrios es bien conocida. En esta piel de toro, la hierba del vecino parece siempre más verde, y a veces hasta preferimos olvidar que hemos visto cómo una furgoneta de reparto entregaba rollos de césped artificial. Sucede en el deporte, la política, la economía. Y también en la historia, donde la leyenda negra nos sigue haciendo agachar la cabeza.
De hecho, como novelista, obligado a curiosear en nuestro pasado para pergeñar mis cuentos, me he topado muchas veces, demasiadas, con esos rostros gachos y avergonzados. Aún recuerdo el día que leí, asombrado, cómo un historiador de un pueblo de Salamanca denostaba la conquista de América y, al tiempo, elogiaba lo hecho por los anglosajones en otros lugares. Y escribo ‘asombrado’ por aquello de la corrección política, porque cuando leía aquellas líneas ya había aprendido tiempo atrás que los aborígenes australianos no fueron considerados humanos hasta 1962. Hasta entonces, a ojos del derecho británico, no eran otra cosa que animales. En contraposición, por poner un ejemplo, el testamento de la muy católica Isabel de Castilla ya rogaba por el buen trato a los pobladores de las recién descubiertas Indias y, apenas fallecida su majestad, se publicaron leyes para que, al otro lado del océano, no se obligara a trabajar a las mujeres encintas o a los menores de catorce años. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver, incluso cuando en México, Ecuador o Perú hubo universidades, hospitales e imprentas siglos antes de que los hubiera al norte del Río Grande.
Debería conocer la lección. Me sobran los ejemplos. Sin embargo, yo mismo había caído también en el error. Pensaba que aquella famosa iniciativa de Franklin D. Roosevelt para instaurar el Sistema de Parques Nacionales era casi visionaria. Creía que, por primera vez, el Estado se preocupaba por su patrimonio natural. Me equivocaba. Habiendo incluso otros ejemplos anteriores, la ordenación que Alfonso X hizo del famoso Pinar Grande soriano resulta ser una norma que, por lo que me han contado, aún se estudia en las escuelas de Ingenieros de Montes y que, además, ha tenido como herencia (con algunas otras casualidades, sin duda) que sea esa una de las superficies arboladas de mayor extensión en el continente. Más aún, también a Alfonso X se le puede atribuir (y como pescador no puedo evitar la mención) la primera normativización de una veda de pesca en los ríos para respetar los períodos de remonte y puesta de los salmónidos.
El sabio no fue el único. Hubo otros. El más llamativo fue el segundo de los Felipes, el hijo del emperador. Es más jugoso mencionar la aparente obsesión del monarca por los cuadros de El Bosco o su irremediable afición a coleccionar reliquias, incluso su afán por levantar el imponente monasterio de El Escorial. Sin embargo, al Austria también se le deben iniciativas que promovieron las ciencias naturales y el cuidado por lo que, andando los años, habría de convertirse en patrimonio natural, no silo a este lado del océano, sino también en la otra orilla.
En la actual Italia, en tiempos del Milanesado, o en territorio nacional, como en el caso de Aranjuez, bajo la monarquía de los austridas se abrieron los que pueden ser considerados los primeros jardines botánicos, y como caso significativo, el de la ciudad de Valencia.
Parecía haber un ansia de conocimiento que fomentara lo que habría de hacerse. Y de órdenes de Felipe II deriva la famosísima expedición de Francisco Hernández de Toledo a la Nueva España, donde, con dos siglos de adelanto a las iniciativas dieciochescas de otros países, la monarquía española animó al conocimiento de las plantas y la naturaleza de aquellas Indias. Hasta 60.000 ducados se proveyeron para organizar una empresa que, entre otras consecuencias, acabó con el cultivo de tabaco en los cigarrales de Toledo.
Pero hubo más. Escenarios como El Pardo, los bosques de Segovia o la Casa de Campo recibieron especies de todo el mundo. Es cierto que buena parte de aquellas iniciativas tenían un ansia de conocimiento de la farmacopea y de las ciencias de la salud, pero también es innegable que había tras ellas un deseo de conservación.
Quedó demostrado cuando, tras conocer el desolador aspecto de los sabinares aragoneses tras la construcción de los barcos de su resonada Armada (más felicísima que invencible, que de los adjetivos también se ocuparon los británicos), Felipe II ordenó aquello de: «Una cosa deseo ver acabada, y es lo que toca a la conservación de los montes y aumento de ellos, que es mucho menester, y creo que andan muy al cabo. Temo que los que vinieran después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejemos consumidos, y plegue a Dios que no lo veamos en nuestros días».