LA ADMINISTRACIÓN Y EL ABUSO
EDITORIALES Tramitar ayudas a la dependencia, informarse sobre pensiones de viudedad o pedir un cambio de cita hospitalaria seguirá siendo, en muchos casos, un laberinto telefónico desesperante
E Lanteproyecto de la Ley de Atención a la Clientela, conocida también como la ‘ley de los tres minutos’, que son los que el Gobierno regulará para que las empresas públicas y privadas no tarden más de ese tiempo en atender telefónicamente a sus clientes y usuarios, tiene truco. El Ministerio de Consumo, que dirige Alberto Garzón, ha excluido a la Administración de esa obligación legal cuando entre en vigor. Solo los organismos públicos que presten servicios de interés general cuando medie una relación de consumo o crematística entre Administración y usuario –Correos o Renfe, por ejemplo– estarán obligados a cumplirlo. Otros organismos esenciales en la vida de los ciudadanos como la Agencia Tributaria, la Seguridad Social, los servicios de empleo del SEPE, o un hospital público, no estarán obligados ni a atender llamadas en tres minutos, ni a que responda una persona tras el teléfono, ni a dejar constancia de cualquier reclamación, ni por supuesto a asumirla. Por tanto, la Ley de Atención a la Clientela, pendiente de tramitación parlamentaria, nacerá coja, será insuficiente para el ciudadano, y muy demagógica.
Nadie puede discutir que los abusos de muchas empresas privadas para ahorrar costes con contestadores automáticos, con auténticos robots, deben ser corregidos. No habrá ni un solo ciudadano que no haya tenido que sufrir largas esperas tras el teléfono para ser atendido en multitud de empresas privadas de servicios. Es desesperante y es lógico que se regule. Lo que no tiene lógica es que la Administración quede exenta, más aún cuando muchos de esos servicios informatizados están externalizados y funcionan de manera muy deficiente.
ABC ha hecho un test aproximativo para pulsar las experiencias de los ciudadanos al respecto. Diversos redactores han realizado 68 llamadas a múltiples servicios públicos de las tres administraciones, es decir, tanto a nivel estatal, como autonómico y local, para 40 trámites. Prácticamente la mitad de ellas resultan fallidas: o no se obtiene nunca respuesta, o el robot que contesta no resuelve ni la reclamación planteada ni la información requerida, o tienen que discurrir más del doble de los tres minutos para ser atendidos por una persona a la que poder consultar directamente. Solo en el 7,5 por ciento de los casos, en tres llamadas de cuarenta para ser exactos, un empleado público ha atendido automáticamente el teléfono sin centralitas exasperantes. El valor de esta muestra no es científico, sino puramente periodístico. Es indiciario, y sin criterio demoscópico alguno. Pero lo cierto es que se corresponde con la realidad del día a día de muchos ciudadanos.
La informática está en nuestras vidas de manera irreversible, y las empresas tienen derecho a ahorrar costes de la manera que consideren oportuno. Sin embargo, el abuso no puede convertirse en una rutina normalizada. Desde esa perspectiva, el Ministerio de Consumo sí acierta. Su error es impedir una reforma de la Administración cuando ésta olvida al ciudadano, lo margina o lo maltrata. Tramitar ayudas a la dependencia o pensiones de viudedad, por ejemplo, informarse de cómo presentar documentación ante Hacienda, cualquier consulta sobre una plusvalía municipal, o cambiar la fecha de una cita previa en un hospital público, no puede ser un laberinto insalvable para el ciudadano. Pero en eso, Garzón se lava las manos. Su obsesión, siempre, es estigmatizar la empresa privada. Rige la ley del embudo: lo que será exigible al sector privado no lo será al propio Estado que lo regula. Como mínimo resulta contradictorio porque el perjuicio es idéntico.