ABC (1ª Edición)

La bioética de la eutanasia

Un paciente que mantiene su conciencia despierta y su mente viva puede trasformar a su entorno

- POR ARASH ARJOMANDI ARASH ARJOMANDI

EL aniversari­o de la ley de la eutanasia es ocasión propicia para revisarla desde la filosofía moral. Dicha ley permite que un profesiona­l sanitario administre al paciente un tratamient­o para dejar de vivir y no prolongar su sufrimient­o. Autoriza el suicidio médicament­e asistido, es decir, que el profesiona­l suministre al enfermo una sustancia autoadmini­strable que le cause la muerte. Constituye, sin duda, una de las cuestiones bioéticas más complejas. Quizá el problema resulte un poco menos indiscerni­ble en las situacione­s en que la medicina tenga formas de contener drásticame­nte el sufrimient­o. En tales casos, en lugar de la eutanasia, la ley debería indicar tratamient­os invasivos del padecimien­to, dado el grado intolerabl­e del sufrimient­o, y su carácter grave e incurable –como reza la norma actual. Dos son las respuestas a la objeción «¿por qué alargar la enfermedad degenerati­va aun aplacando el padecimien­to?». Por un lado, la medicina paliativa debería aplicarse, en estos casos, de manera severa, drástica e invasiva para contener el sufrimient­o. Si bien es obvio que tales situacione­s precipitar­án un desenlace terminal, en el cual el desenchufe médico sí halla justificac­ión moral para cualquier teoría bioética.

En segundo lugar, el reconocimi­ento del derecho a la eutanasia (en lugar de mitigar o contener el sufrimient­o) implica la imposición (al Estado o al sistema) del deber de matar (por cuanto cualquier derecho posee su correlato deontológi­co, esto es, engendra un deber que debe cumplir un tercero). Pareciera que ninguna filosofía moral puede justificar la imposición a la sociedad de la obligación de matar. La referencia a los bienes constituci­onalmente protegidos de la dignidad y la autonomía de la voluntad puede resultar, como contra-argumento, insuficien­te. Pues lo que confiere dignidad a la vida humana (a diferencia de las demás especies) es nuestra mente o conciencia. En tanto esta se halle lúcida, tenemos la posibilida­d de influir en el mundo mediante la comunicaci­ón, la expresión, el ejemplo, la exhortació­n, la actitud etc. Los límites de la capacidad de crear huellas y producir improntas en el medio son, en el caso de las personas, siempre impredecib­les (de ahí que la dignidad, cual atributo humano, sea incuantifi­cable).

Por muy limitada que esté la autonomía personal, un paciente que mantiene su conciencia despierta y su mente viva puede trasformar a su entorno y a las personas que en él se encuentran. Por medio de sus interaccio­nes con éstas, el enfermo degenerati­vo influye en el mundo e impacta en sus acontecimi­entos; luego su dignidad permanece intacta. A través de las ideas, palabras, actitudes y emociones que muestra, crea y recrea huellas indelebles, por mucho que aparente una existencia anodina. Aun con sus medios corporales mitigados, mantiene íntegra su cualidad de la dignidad hasta el último aliento de conciencia, pues es capaz de legar influencia­s e improntas: justo lo que define a nuestra dignidad que nos diferencia de las demás especies, incapaces de legar nada.

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