La bioética de la eutanasia
Un paciente que mantiene su conciencia despierta y su mente viva puede trasformar a su entorno
EL aniversario de la ley de la eutanasia es ocasión propicia para revisarla desde la filosofía moral. Dicha ley permite que un profesional sanitario administre al paciente un tratamiento para dejar de vivir y no prolongar su sufrimiento. Autoriza el suicidio médicamente asistido, es decir, que el profesional suministre al enfermo una sustancia autoadministrable que le cause la muerte. Constituye, sin duda, una de las cuestiones bioéticas más complejas. Quizá el problema resulte un poco menos indiscernible en las situaciones en que la medicina tenga formas de contener drásticamente el sufrimiento. En tales casos, en lugar de la eutanasia, la ley debería indicar tratamientos invasivos del padecimiento, dado el grado intolerable del sufrimiento, y su carácter grave e incurable –como reza la norma actual. Dos son las respuestas a la objeción «¿por qué alargar la enfermedad degenerativa aun aplacando el padecimiento?». Por un lado, la medicina paliativa debería aplicarse, en estos casos, de manera severa, drástica e invasiva para contener el sufrimiento. Si bien es obvio que tales situaciones precipitarán un desenlace terminal, en el cual el desenchufe médico sí halla justificación moral para cualquier teoría bioética.
En segundo lugar, el reconocimiento del derecho a la eutanasia (en lugar de mitigar o contener el sufrimiento) implica la imposición (al Estado o al sistema) del deber de matar (por cuanto cualquier derecho posee su correlato deontológico, esto es, engendra un deber que debe cumplir un tercero). Pareciera que ninguna filosofía moral puede justificar la imposición a la sociedad de la obligación de matar. La referencia a los bienes constitucionalmente protegidos de la dignidad y la autonomía de la voluntad puede resultar, como contra-argumento, insuficiente. Pues lo que confiere dignidad a la vida humana (a diferencia de las demás especies) es nuestra mente o conciencia. En tanto esta se halle lúcida, tenemos la posibilidad de influir en el mundo mediante la comunicación, la expresión, el ejemplo, la exhortación, la actitud etc. Los límites de la capacidad de crear huellas y producir improntas en el medio son, en el caso de las personas, siempre impredecibles (de ahí que la dignidad, cual atributo humano, sea incuantificable).
Por muy limitada que esté la autonomía personal, un paciente que mantiene su conciencia despierta y su mente viva puede trasformar a su entorno y a las personas que en él se encuentran. Por medio de sus interacciones con éstas, el enfermo degenerativo influye en el mundo e impacta en sus acontecimientos; luego su dignidad permanece intacta. A través de las ideas, palabras, actitudes y emociones que muestra, crea y recrea huellas indelebles, por mucho que aparente una existencia anodina. Aun con sus medios corporales mitigados, mantiene íntegra su cualidad de la dignidad hasta el último aliento de conciencia, pues es capaz de legar influencias e improntas: justo lo que define a nuestra dignidad que nos diferencia de las demás especies, incapaces de legar nada.