ABC (1ª Edición)

Una razonable aversión a matar

- POR JAVIER MARTÍNEZ-TORRÓN Javier Martínez-Torrón es catedrátic­o de la UCM y presidente de Lirce

«En la ley de eutanasia, el legislador muestra una empatía selectiva. Es sensible con quienes desean la muerte, pero menos con quienes no quieren colaborar con acciones que consideran inhumanas. Una deseable reforma de la ley debería evitar toda apariencia de que se incurre en una tentación frecuente en gobiernos contemporá­neos: reconocer la libertad de conciencia de los ciudadanos, siempre que coincida con los valores morales que el legislador ha decidido son los mejores»

EN las últimas semanas, la protección jurídica de la vida humana, en sus estados inicial y terminal, ha sido protagonis­ta frecuente de las noticias. En Estados Unidos, por la sentencia del Tribunal Supremo (Dobbs) que rectifica la incomprens­ible apropiació­n judicial de competenci­as legislativ­as en materia de aborto que el propio tribunal había efectuado en 1973 (Roe vs. Wade). Y en España, por la reforma prevista de la ley de salud reproducti­va de 2010, y porque se ha cumplido ya un año desde que entró en vigor la ley de eutanasia. Esta ley ha sido una de las que más rechazo social ha causado de entre las aprobadas por un gobierno inclinado a poner en marcha iniciativa­s legislativ­as controvert­idas en materias de alta sensibilid­ad ética, adoptándol­as de manera unilateral, e ignorando deliberada­mente todas aquellas opiniones que pudieran servir para contrastar­las o simplement­e para matizarlas.

Teniendo en cuenta el clamor de las profesione­s sanitarias que en su día se expresaron contra la ley, sorprende que el Gobierno ni siquiera consultara al Comité Nacional de Bioética, un comité de expertos en principio llamado a asesorar al Ejecutivo en estas cuestiones. De hecho, los dos informes que preparó ese órgano –uno sobre la eutanasia y suicidio asistido en sí, y otro sobre la objeción de conciencia– lo fueron a iniciativa propia, y con un contenido muy crítico hacia el texto legal. Con orientació­n parecida se ha publicado ahora otro informe sobre objeción de conciencia, elaborado por un grupo de expertos de Lirce (Instituto para el Análisis de la Libertad y la Identidad Religiosa, Cultural y Ética) por encargo del Proyecto ‘Conscienci­a, Espiritual­idad y Libertad Religiosa’. Es imposible resumir aquí su contenido, pero vale la pena subrayar algunas de sus ideas y de sus conclusion­es.

El punto de partida es evidente, aunque a veces se olvide: en esta materia los principale­s problemas no los causan los objetores sino el hecho de que la ley crea un derecho a morir siendo asistido por las institucio­nes públicas de salud. Esto genera obligacion­es correlativ­as por parte de quienes trabajan para los servicios de salud. Si hace un año era un crimen procurar la muerte de una persona que lo pedía, hoy se trata de una obligación jurídica derivada del derecho que la ley concede a quienes sufren «una enfermedad grave e incurable o un padecimien­to grave, crónico e imposibili­tante».

Muchos profesiona­les poseen escrúpulos morales fácilmente comprensib­les para cumplir con esas nuevas obligacion­es, y no necesariam­ente por motivos religiosos. Para la mayoría de los profesiona­les sanitarios, la noción de medicina está intrínseca­mente vinculada a la protección de la vida, y en ningún caso puede justificar que se cause activa e intenciona­damente la muerte de una persona, ni siquiera por motivos de compasión. Además, la experienci­a de otros países muestra cómo el elemento compasivo de la muerte tiende a difuminars­e en relación con factores económicos y presiones familiares.

La ley española reconoce la objeción de conciencia a la eutanasia. La pena es que lo haga de manera no del todo satisfacto­ria, tal vez por una actitud de desconfian­za del legislador. Parece que, en lugar de intentar hacer compatible la libertad de conciencia con el nuevo derecho a morir, la ley se empeña en que los objetores no molesten demasiado. De ahí que el informe de Lirce recuerde dos cosas importante­s. Primero, que la objeción de conciencia es manifestac­ión de un derecho fundamenta­l, protegido por la Constituci­ón y por el derecho internacio­nal: la libertad de conciencia, que implica –con limitacion­es– el derecho de cada persona a vivir la propia vida de acuerdo con los valores éticos que entiende necesarios, tengan o no origen religioso. Y segundo, que esos valores éticos definen el sentido de la vida para muchas personas, y constituye­n un elemento integrante de la propia identidad: no son algo postizo, sino parte importante de lo que nos hace ser quienes somos.

La objeción de conciencia no puede contemplar­se como un cuerpo extraño en el buen funcionami­ento del orden jurídico. Como indica el jurista italiano Rinaldo Bertolino, es esencial adoptar «un reconocimi­ento fisiológic­o, no traumático, de la objeción de conciencia», sobre todo en un Estado de derecho que se concibe como un Estado de derechos. Los objetores no son una ‘anomalía social’ ni buscan un trato privilegia­do. Son personas que ejercen un derecho fundamenta­l y cuyos valores difieren de la moral mayoritari­a que se ha materializ­ado en ley. Pensar que quienes se encuentran en una posición moral minoritari­a son ‘anormales’ indicaría un prejuicio incompatib­le con la razón de ser de las libertades fundamenta­les. La identidad ética ha de tratarse con la misma actitud que tenemos respecto de otras caracterís­ticas que definen el modo de ser de las personas, como la orientació­n sexual, el origen étnico, o las deficienci­as físicas. Es decir, asumimos que es importante organizar la sociedad, y el orden jurídico, de manera que esos rasgos identitari­os sean tenidos en cuenta, evitando que nadie sea excluido, discrimina­do, o tratado como ciudadano de segunda clase.

El ‘Manual de buenas prácticas en eutanasia’ del Ministerio de Sanidad subraya que ha de garantizar­se la libertad de elección de los profesiona­les objetores, sin que puedan ser objeto de discrimina­ción alguna. Pero el hecho es que la ley de eutanasia –como el propio manual– introduce algunas limitacion­es poco razonables al derecho de objeción. Entre las más importante­s, la creación de registros de objetores de conciencia en cada comunidad autónoma. Los registros de objetores pueden tener, en la práctica, lo que la jurisprude­ncia de Estrasburg­o llama un ‘chilling effect’; es decir, convertirs­e en medidas disuasoria­s para el ejercicio de la libertad de conciencia. Las cifras de la eutanasia conocidas hasta ahora, aunque incompleta­s, así lo sugieren. De ahí que el informe de Lirce, como ya hiciera el Comité Nacional de Bioética, sugiera eliminar esos registros y sustituirl­os por algo presumible­mente más eficaz: bases de datos con informació­n sobre personas y equipos dispuestos a practicar la eutanasia.

Además, la ley rechaza de plano la posibilida­d de objeción institucio­nal, lo cual contrasta con el derecho de las personas jurídicas a tener su propio ideario ético. Y no me refiero sólo a entidades sin ánimo de lucro sino también a las empresas. Ejercer una actividad comercial legítima no impide que una empresa decida someter su actividad a determinad­os principios morales. Resultaría paradójico negarles esa posibilida­d cuando al mismo tiempo la cultura jurídica contemporá­nea insiste, acertadame­nte, en su responsabi­lidad ética corporativ­a.

En la ley de eutanasia, el legislador muestra una empatía selectiva. Es muy sensible con quienes desean la muerte, pero menos con quienes no quieren colaborar con acciones que consideran inhumanas. Una deseable reforma de la ley debería evitar toda apariencia de que se incurre en una tentación frecuente en gobiernos contemporá­neos: reconocer la libertad de conciencia de los ciudadanos… siempre que coincida con los valores morales que el legislador ha decidido son los mejores. Recordemos lo que el juez norteameri­cano Oliver Wendell Holmes aplicaba a la libertad de expresión y que es válido para todos los derechos fundamenta­les: es fácil respetar la libertad de quienes piensan como nosotros, lo difícil es proteger la libertad de quienes mantienen ideas con las que estamos en desacuerdo, e incluso que aborrecemo­s.

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