ABC (1ª Edición)

Morante o el elogio de la vieja torería

▶ El genio de La Puebla cautiva en un faena de belleza y fantasía, corta dos orejas y sale a hombros con Urdiales en una corrida de Juan Pedro justísima de todo

- ROSARIO PÉREZ

En una época donde se lidia el toro más previsible de todos los tiempos, nada es imposible con el artista más imprevisib­le. Morante es capaz de romper incluso la más certera de las leyes, esa que afirma que sin un bravo no hay fiesta. Pero no, no siempre se fracasa por falta de toro, también se fracasa por falta de fantasía. Y de esta le fluye un mar al torero de La Puebla del Río. Originalís­ima nació y murió su faena al cuarto. No gustó la presencia del jabonero, con pinta de charolés. Lo que maravilló fue el racimo de verónicas, con el don de los elegidos. Sentado en el estribo observaba el sevillano el comportami­ento del juampedro en banderilla­s. Ni una vez embistió de verdad el bruto, con muy feo estilo. A otros le hubiesen crecido los problemas del tal Víboro, pero Morante los fue puliendo. Pase a pase, echó por tierra nuevas teorías, como esa de que con tan tosco material no queda otra que andar ‘ratonero’. Pues no: José Antonio anduvo enormement­e torero.

Solo quien duerme y despierta con un valor innato puede torear con semejante autenticid­ad. Cuando el toreo es natural, todas sus leyes y cánones son inútiles. Ahí no había más regla que la pureza y una virtud que pocos enseñan: saber parar al andarín toro, llevarlo muy tapado y trasladar la mirada al siglo de las viejas torerías. De ellas colmó el escenario, con estampas en sepia, como los ayudados rodilla en tierra o ese molinete sacado de un cuadro flamenco en blanco y negro. Los aficionado­s paladeaban esa manera de entrar y salir de la cara de Víboro, al que no podía perdérsele el hocico en ningún momento. Morante ofrecía el corazón; el compás latía en cada muletazo. Un empaque broncíneo se desprendía de aquella escena real. Los veteranos se frotaban los ojos, incrédulos por tanta belleza, y decían a los jóvenes del tendido que ese era el misterio del toreo. En el día grande de la Feria de Santiago, faltaba una soberbia tanda que puso a algunos en pie. Entre las rayas, con la banderilla de España clavada en la arena, dibujaba muletazos tan antiguos como el periódico de hoy, que será muy viejo mañana. No envolverán aquellos derechazos a pies juntos ningún pescado, pero sí los sueños que dormitaban tras el adocenamie­nto de tantas tardes, de tantas faenas de escuadra y cartabón. No, el toro no siempre tiene la culpa del fracaso, también se fracasa por la ausencia de sorpresa. Y Morante, con sus 25 años de alternativ­a, volvió a impactar por la vía más clásica, la de lo imperecede­ro. Cortó dos orejas, que fue lo de menos y lo más moderno de su nostálgica obra. Puro genio y arrebato.

La tarde había arrancado con el Himno Nacional. Sonreía Morante, con sentimient­o español de manoletina­s a montera. Y sonrió la afición en la triada de verónicas del quite, con una torerísima media genuflexa. Poco duró la alegría: el de Juan Pedro no falló y acusó su presentida flojera, sin fondo ni raza para seguir. Y eso que el sevillano lo hizo todo a favor de Tequila, que se aguó rápido. No quedaba otra que abreviar: el mozo pelirrojo desenvaina­ba la espada de matar y el cura del palco rezaba ya un responso por el alma descastada del toro con nombre de bebida mexicana y de lavada expresión. Malamente lo mató.

Indigna la presencia del segundo, que provocó las palmas de tango entre las buenas gentes de Santander. Ni en Arnedo le hubieran echado un torete así a Urdiales, que encantó con el capote. Se movió este juampedro y se movió Urdiales mientras le perdía pasos. Había que dejársela puesta, y no siempre lo hizo Diego, que pintó con estética cositas sueltas. Cortó una oreja, como en el quinto, en el que no importó que el acero se fuera a los blandos. Suyo fue el lote de mayores opciones.

Juan Ortega vistió de naturalida­d el ruedo y rindió honores a Antonio Bienvenida después del brindis a Paloma. Con poquísimo toro encandiló en una angelical faena, de tintes preciosist­as. Nada sirvió el sexto de Juan Pedro, que lidió una corrida justísima de todo. Así no, taurinos. Y eso que Morante hizo olvidarlo con su capaz fantasía, esa que bebe en las aguas más clásicas. Imborrable su huella en Cuatro Caminos, un elogio a la antigua belleza, a la vieja torería.

PLAZA DE CUATRO CAMINOS. Lunes, 25 de julio. Tercera corrida. Casi tres cuartos. Toros de Juan Pedro Domecq, de pobre presencia, fondo, casta y clase.

MORANTE DE LA PUEBLA, de nazareno y azabache. Dos pinchazos y media atravesada (silencio). En el cuarto, estocada desprendid­a (dos orejas).

DIEGO URDIALES, de verde esmeralda y oro. Estocada desprendid­a. Aviso (oreja). En el quinto, estocada baja (oreja).

JUAN ORTEGA, de celeste y oro. Estocada desprendid­a (petición y saludos). En el sexto, pinchazo y estocada (ovación de despedida).

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// J.M. SERRANO ARCE El empaque y el compás de Morante de la Puebla en un derechazo al jabonero cuarto
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// J.M. SERRANO ARCE Morante y Urdiales salen a hombros

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