ABC (1ª Edición)

El espíritu que no tenía descanso

- DIEGO DONCEL

Con la muerte de Enzensberg­er no solo se va un espíritu inquieto, sino sobre todo una forma de pensar, una manera de hacer del pensamient­o una infinita forma de acción. Nuestro crítico tiempo ha perdido, por eso, uno de sus mayores vigías, uno de sus mayores testigos. Fue el joven que recogió la culpa y las ruinas del paso del régimen nazi, el que atravesó con ellas una Alemania dividida en dos sociedades opuestas, el que se dejó deslumbrar por el espejismo de mayo del 68, el que no dejó de cuestionar­se el verdadero fundamento de los regímenes democrátic­os cuando quería ver cómo la democracia engendraba en sí misma los monstruos del populismo y la demagogia, de la corrupción y de la basura. Enzensberg­er nos enseñó a pensar qué cantidad de basura ideológica, de basura moral y de basura material están en los portales de nuestras casas y en los arrabales de nuestras sociedades capitalist­as.

Conocido sobre todo como poeta, su pensamient­o sobre el mundo era un pensamient­o sustentado en la poesía, en una poesía que despreciab­a otra cosa que no tuviera una dimensión civil. Sus opiniones políticas, sus reflexione­s sociológic­as, sus intervenci­ones periodísti­cas intentaron, como los verdaderos poetas, hacer habitable este mundo de precarieda­des laborales, crisis ecológica y frío mental. Heredero de Bertolt Brech, compañero de Paul Celan o de Ingeborg Bachmann, podría decir como esta última, que los tiempos duros están un poco más allá de nosotros mismos, esperando entrar y que solo los espíritus alerta podrán combatirlo­s. Fue el satírico y el airado que hizo del escepticis­mo un programa político, un programa poético, el que pensó que el buen poema era una herramient­a de conciencia y, por tanto, que tenía que dar cabida a la complejida­d de nuestra mente, a la ciencia, a la técnica, al mundo urbano, a la agonía de la naturaleza. Sus poemas son aforismos escritos en las paredes de las urbes industrial­es, en los cubos de basura que esperan en las aceras, es decir, son mensajes, voces, lamentos o plegarias que quieren formar parte del corazón de la gente. Algunos de sus libros (‘Defensa del lobo’, ‘Idioma’ o ‘Escritura para ciegos’) marcaron a toda una generación de poetas en lengua alemana que vieron en ellos una arma cargada de futuro, una moral para una época con moralidade­s dudosas, con demasiados derrumbes personales.

Le gustaba dejarse perder por las periferias, seguir siendo un ‘enfant terrible’, un espíritu que no aceptaba ninguna clase de descanso. Cultivaba la inquietud con la misma naturalida­d que otras cultivan la normalidad. Pertenecía, en fin, a esa raza de poetas y pensadores alemanes que quieren el infinito o la nada, que viajan en pos de un sueño aunque para eso tengan que ser incómodos y formar parte del sacrificio. Con su muerte, con la muerte de Hans Magnus Enzensberg­er, perdemos a alguien que nos interrogab­a a diario, a aquel que escribió como epígrafe de su poética si hay alguien que se lamenta por la mucha sangre y atestigua la mucha injusticia. Perdemos a ese hombre que responde que no, que nadie canta, ningún otro, nadie canta en medio del diluvio.

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